lunes, 25 de enero de 2016

Diario de viajes ficticios


“El que no sale nunca de su tierra está lleno de prejuicios.”  
Carlo Goldoni 


Tengo muchos recuerdos preciados de cuando era niña y pasaba las mañanas de domingo ayudando a mi padre a armar rompecabezas que en ese entonces me parecían de un número infinito de piezas. A él le gustaban los que presentaban paisajes bucólicos y la mayoría de las veces los enmarcaba y colocaba en las paredes de la casa, sin embargo, había uno en particular que era de un gran palacio indio con fachada de una simetría perfecta: el Taj Mahal. Ese rompecabezas fue colgado posteriormente en el pasillo principal de mi casa, de forma que todos los días, durante muchos años, tuve frente a mí esa vista. Este es el relato de la vez que finalmente pude estar allí. 
   En una semana recorrí Agra, Jaipur y Delhi, también llamado el Triángulo de Oro, empezando por ésta última. Hay tantos grandes monumentos y piezas de arquitectura que son imprescindibles de visitar cuando uno llega a esta ciudad, como el Fuerte Rojo, para el cual puedes tomar el metro hasta la estación Chawri Bazaar y luego un ciclorickshaw (un transporte en bicicleta) que cobrará aproximadamente de 20 a 30 rupias. También está cerca el complejo de templos hinduistas Akshardham, construido completamente de piedra arenisca de color rosa rajasthaní y mármol de Carrara italiano, y resulta un gran espectáculo visual. Otros atractivos turísticos son: la Tumba de Humayun, Qutab Minar, el Templo del Loto, la Tumba de Safdarjung y, en especial, el Lodi Gardens, que, como su nombre lo dice, posee unos jardines inmensos en los cuales se imparten clases de yoga.
   Después de dos días me trasladé a Jaipur, la ciudad rosa (haciendo referencia al color de arenisca con el que están hechos los edificios más antiguos). En la parte vieja se pueden encontrar varios mercados que bien vale la pena visitar; y haciendo un paréntesis, los mercados en la India son lugares con un exotismo inigualable, son el corazón de las ciudades, llenos de bullicio, de aromas, de tradiciones, de una abundante variedad de productos, de colorido por doquier. Algo que es muy curioso de observar en primera instancia, y que además es muy común de encontrar, es la disposición de muchas torres de masa/polvo de tintes naturales (y bastante saturados) que se usan para teñir prendas y hacer estampados; con un poco de agua se puede pintar en la piel y uno de los vendedores me hizo una demostración en la mano. Otro destino importante en esta ciudad es el Hawa Mahal o El Palacio de los Vientos, cuya fachada tan sólo tiene (un dato impresionante) 953 ventanas pequeñas; el nombre le fue dado por las corrientes de viento que circulaban a través de ellas. 
   En el quinto día llegué a Agra, que está a cinco horas de Jaipur en tren. Me dijeron que es mejor llegar muy temprano por la mañana al Taj Mahal porque así se vislumbran mejor sus proporciones y, bueno, también para evitar tanta aglomeración y filas interminables. Como muchos ya sabrán, este palacio fue construido en honor a la esposa favorita de Shah Jahan, quinto emperador de la dinastía mogol. Considerado uno de los edificios más bellos del mundo y a orillas del río Yamuna, este mausoleo se levanta imponente desde cualquier plano. 
   Cabe mencionar que la comida en ese país es exquisita, si no les importan las especias, las grasas ni los sabores fuertes en su paladar. Y el chai (esa mezcla homogénea de canela, cardamomo, clavo, jengibre, etc.) allá se prepara en cualquier esquina donde haya un par de taburetes, una estufa y una tetera, y siempre es reconfortante tomar ese brebaje aromático hirviendo después de varias horas de caminata, eso sí, la gente acostumbra a ponerle muchísima azúcar.  



   India es un destino que no siempre puede resultar glamoroso para los turistas, quiero decir, está la suciedad, el ruido, el caos que reina en las ciudades, la fauna local y callejera, el nulo concepto de espacio personal que existe en esa cultura, pero, dejando todo eso de lado, es un país que irradia vida, color, espontaneidad, calidez, y la espiritualidad tan arraigada que poseen las personas y que no les permite comprender la noción de que alguien no siga una religión en particular, tantos cuadros dignos de ser retratados -como los saris extendidos, secándose a plena luz del día-, que hacen que camines, sin poder evitarlo, con una sonrisa en el rostro.

Ana Estrada Martínez

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