Por Wendy Ortiz
El sonido estridente del motor
acariciaba mi oído izquierdo, se mezclaba con la luz ultravioleta del interior
del autobús, y me hacía entrar en un espiral de somnolencia delirante; en la
ventanilla, mi cabeza daba pequeños golpes intermitentes sobre el cristal grafiteado,
despertándome abruptamente en algún tope de la carretera y ayudándome a reincorporarme,
un poco avergonzada, en el asiento. Afuera, el cielo aún estaba oscurecido y
saludaba a los obreros, estudiantes y empleados mal pagados que salían de casa
para seguir con la rutina que pone a funcionar a esta ciudad.
En un momento, la luz roja del
semáforo se filtró por el parabrisas y tuve la sensación de que llegaría tarde
de nuevo, saqué mi teléfono para ver la hora, y comencé a maldecir en silencio
el hecho de tener que esperar en medio del tráfico todos los días con un grupo
de personas desconocidas e indiferentes, y un chofer mal encarado. Entonces me
tranquilicé e intenté convencerme de que tal vez estaba exagerando un poco, y
de que aún no estaba del todo estropeado el inicio de mi semana perfecta.
Cuando por fin el semáforo se puso
en verde y el chofer volvió a acelerar, una sonrisa de satisfacción se dibujó
en mi rostro anunciando la estupidez en la que solemos caer las personas cuando
nos adelantamos a los hechos, pues en la siguiente parada, una oleada de gente
abordó con precipitación el transporte y una señora gorda que traía muchas
maletas se sentó a mi lado. Las personas no dejaban de subir y el chofer se
afanaba en decir a la gente – ¡recórranse en doble fila hacia atrás!–, algunos
intentaban moverse, otros se molestaban y entre murmullos insultaban o hacían
chistes sarcásticos preguntando si subían al segundo piso; y yo, con mi frustración
acrecentándose pensaba en cómo demonios saldría de ahí cuando el camión llegara
a mi destino.
Casi daban las seis y media
cuando a unas dos cuadras se podía ya vislumbrar el lugar donde debía bajarme;
la señora gorda de las maletas aún estaba sentada a mi lado, el pasillo aún
seguía lleno de pasajeros apretujados, una serie de letreros escritos
compulsivamente indicaban que la bajada es por atrás, y el asiento en el que mi
trasero viajaba cálidamente estaba detrás del que se reservaba a los viejos,
embarazadas, lisiados y ciegos; así que decidí levantarme y tratar de llegar
hasta el botón rojo para que el autobús se detuviera justo en el lugar que yo
esperaba, y así poder seguir mi camino sin más contratiempos.
Literalmente, después de pasar
encima de la señora gorda y mover con mi mochila las carnes de los pasajeros amontonados
en el pasillo, mi pulgar presionó el botón más cercano y pude bajar para
respirar el aire fresco de la mañana; me hubiese tirado a besar el suelo en
señal de salvación, pero creo que eso sería demasiado extraño y no hubiera
faltado quien murmurara de mi locura. Cuando finalmente estuve sentada frente
al pizarrón en la clase de idioma y mi profesora entró saludando alegremente –
¡good morning!–, una sensación de desconsuelo me invadió hasta los huesos, pues
algo me decía que al menos durante las próximas seis horas todo había terminado,
y que los momentos más interesantes de mi aburrida vida, por alguna razón
estaban destinados a florecer en el transporte público de la ciudad de
Querétaro.
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