sábado, 23 de enero de 2016

Los caminos de la vida: crónicas de autobús

Por Wendy Ortiz


El sonido estridente del motor acariciaba mi oído izquierdo, se mezclaba con la luz ultravioleta del interior del autobús, y me hacía entrar en un espiral de somnolencia delirante; en la ventanilla, mi cabeza daba pequeños golpes intermitentes sobre el cristal grafiteado, despertándome abruptamente en algún tope de la carretera y ayudándome a reincorporarme, un poco avergonzada, en el asiento. Afuera, el cielo aún estaba oscurecido y saludaba a los obreros, estudiantes y empleados mal pagados que salían de casa para seguir con la rutina que pone a funcionar a esta ciudad.

En un momento, la luz roja del semáforo se filtró por el parabrisas y tuve la sensación de que llegaría tarde de nuevo, saqué mi teléfono para ver la hora, y comencé a maldecir en silencio el hecho de tener que esperar en medio del tráfico todos los días con un grupo de personas desconocidas e indiferentes, y un chofer mal encarado. Entonces me tranquilicé e intenté convencerme de que tal vez estaba exagerando un poco, y de que aún no estaba del todo estropeado el inicio de mi semana perfecta.

Cuando por fin el semáforo se puso en verde y el chofer volvió a acelerar, una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro anunciando la estupidez en la que solemos caer las personas cuando nos adelantamos a los hechos, pues en la siguiente parada, una oleada de gente abordó con precipitación el transporte y una señora gorda que traía muchas maletas se sentó a mi lado. Las personas no dejaban de subir y el chofer se afanaba en decir a la gente – ¡recórranse en doble fila hacia atrás!–, algunos intentaban moverse, otros se molestaban y entre murmullos insultaban o hacían chistes sarcásticos preguntando si subían al segundo piso; y yo, con mi frustración acrecentándose pensaba en cómo demonios saldría de ahí cuando el camión llegara a mi destino.

Casi daban las seis y media cuando a unas dos cuadras se podía ya vislumbrar el lugar donde debía bajarme; la señora gorda de las maletas aún estaba sentada a mi lado, el pasillo aún seguía lleno de pasajeros apretujados, una serie de letreros escritos compulsivamente indicaban que la bajada es por atrás, y el asiento en el que mi trasero viajaba cálidamente estaba detrás del que se reservaba a los viejos, embarazadas, lisiados y ciegos; así que decidí levantarme y tratar de llegar hasta el botón rojo para que el autobús se detuviera justo en el lugar que yo esperaba, y así poder seguir mi camino sin más contratiempos.

Literalmente, después de pasar encima de la señora gorda y mover con mi mochila las carnes de los pasajeros amontonados en el pasillo, mi pulgar presionó el botón más cercano y pude bajar para respirar el aire fresco de la mañana; me hubiese tirado a besar el suelo en señal de salvación, pero creo que eso sería demasiado extraño y no hubiera faltado quien murmurara de mi locura. Cuando finalmente estuve sentada frente al pizarrón en la clase de idioma y mi profesora entró saludando alegremente – ¡good morning!–, una sensación de desconsuelo me invadió hasta los huesos, pues algo me decía que al menos durante las próximas seis horas todo había terminado, y que los momentos más interesantes de mi aburrida vida, por alguna razón estaban destinados a florecer en el transporte público de la ciudad de Querétaro.  






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