Por Wendy Ortiz
Estaban por dar las seis de la
tarde, el sol concluía su rutina absorbido por el asfalto de una ciudad que,
cansada, se preparaba para recibir a los pasajeros que abordaban el autobús,
adentrándose en su ambiente de cálido sopor. Ahí estaba yo, regresaba silenciosa
a casa observando a toda esa gente que subía inexpresiva, y me preguntaba si
realmente funcionaban las cámaras que la administración anterior había colocado
en las unidades, como parte de su fracasado proyecto de modernización del
transporte.
Todo parecía cotidiano, el
autobús seguía su ruta y algunos pasajeros dormían, cuando, por razones
desconocidas, estando cerca de dar vuelta hacia la parada de plaza del parque el
chofer decidió seguir en línea recta sin detenerse. Una señora que viajaba en
los asientos de adelante, como de unos cincuenta años, se levantó indignada recriminándole
aquella falta y alegando que quería bajar; el chofer, molesto miró a la señora
y contestó – ¡ay señora! ¡Pa´ qué no me dijo que iba a bajar! ¡Ahora espérese
hasta la otra parada!– a lo que ésta replicó – ¡pero si es su responsabilidad
detenerse en las paradas establecidas! ¡Diario viajo en el camión y sé que tiene
que detenerse ahí! ¡Ah, pero no fuera una chamaquita, porque entonces sí se
detendría!
En ese momento, estupefactos,
todos los pasajeros mirábamos la escena sin atinar alguna respuesta; desde el
fondo del autobús, otra mujer gritó al camionero que sí era su responsabilidad
detenerse, y que iba a reportarlo por no hacerlo; la discusión continuaba haciéndose
cada vez más fuerte y más difusa, hasta que por fin llegamos a la siguiente
parada y el conductor se detuvo. Ambas mujeres bajaron echando pestes del
pésimo servicio que se les daba.
El silencio se volvió a hacer
presente, lo único que podía observar, era el rostro malhumorado del chofer
asomándose por el retrovisor; y la tensión que aún ambientaba el interior del
autobús, se fue desvaneciendo por las ventanillas abiertas mientras éste avanzaba.
Aquella escena no dejaba de repetirse en mi cabeza, cada vez que volvía a
acordarme, una risilla de desconcierto se me escapaba de los labios.
Unos kilómetros después, me
levanté una cuadra antes de llegar a mi destino para evitar inconvenientes,
cuando el camión se detuvo, por un segundo volví a mirar el rostro del chofer
en el reflejo del retrovisor, – ¡ese hombre de verdad que ha tenido un mal día
hoy!– pensé. Al bajar del camión recordé mi duda respecto a las cámaras,
atravesé la avenida para llegar a casa, y mientras caminaba sonreí satisfecha
de saber que, si éstas realmente funcionaran, probablemente muchos choferes,
antes de evitar un alto o una parada establecida en su ruta, tomarían en cuenta
que están siendo grabados.
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