jueves, 19 de mayo de 2016

Cuéntame un cuento, cuéntame qué hay.

El cuento del jueves: ¿No oyes ladrar los perros? (México)
EXTRA “EL LLANO EN LLAMAS”
De chile, mole y pozole.
Apenas hoy nos acordamos, nos llegó de golpe con la jauría de Tonaya. Ya se venía metiendo el sol y de repente se nos aparecen esos con el recuerdo en el hocico. Ya pasaron dos meses, fue por los días donde tragábamos pitayas tras las rejas y nos sentaban frente a los batallones de fusilamiento. De eso ya hace dos meses y a uno no se le olvida. Después de estar viviendo en El llano en llamas a uno se le pegan las costumbres de por aquí, uno ya no se olvida, uno ya conoce la historias.
¿No oyes ladrar los perros? es un cuento mexicano integrante del libro El llano en llamas (1953) escrito por Juan Rulfo. En éste, la historia de Ignacio un bandido de caminos, es relatada a partir de la voz de su padre mientras se dirigen al pueblo de Tonaya donde, según dicen, se oyen ladrar perros. Dos puntos relevantes que han sido elegidos para el análisis del cuento son: el espacio en el cual se desenvuelve la caminata y el monólogo/diálogo que mantiene el padre de Ignacio con su hijo. Sin más, agudicemos el oído frente a la ausencia de ladridos.
Una sombra se ve al frente, avanza tambaleante sobre el llano en medio del silencio. La caminata que emprende el padre de Ignacio con su hijo sobre la espalda será ambientada durante la noche, en la oscuridad y en medio de la aparición lunar desde la tierra. El ambiente desértico, en conjunto con el terreno irregular son elementos presentados a la par de las reflexiones del padre hacía el hijo. El suplicio del primero permanecerá en las penumbras, abajo, entre tropezones firmes; mientras que Ignacio, arriba, es iluminado por la luna  mientras recibe en silencio la exposición de sus fallas.

“Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí 
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.” (Rulfo, 1953:147.)

Parece que viene hablando, no se oyen bien. Son dos señores, uno joven y otro viejo, el de arriba está llorando. El narrador de ¿No oyes ladrar los perros? será de tipo omnisciente, sin embargo, el predominio de la voz del padre permitirá que se construya la historia de Ignacio. El padre descubren frente al lector las circunstancias y acciones que los condujeron a ese punto de la odisea; de igual forma construirá al personaje de Ignacio a partir de su visión. Finalmente el lector se encuentra frente a un personaje del cual se habla mucho pero cuya voz resuena poco.

“—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?” (Rulfo, 1953: 149-150.)

Nos enteramos que su padre se lo había llevado para Tonaya, de eso hace ya dos meses. Y ahora nosotros estamos aquí, de nuevo, en Tonaya. La última vez que vinimos nos agarraron y nos mandaron a la cárcel, a Ignacio no, a Ignacio no porque Ignacio tenía quien lo cuidará. Pero de eso ya hace dos meses y ahora llegamos aquí, otra vez, porque nos gusta volver sobre los pasos y oír lo que se cuenta por estos lugares. Nos gusta venir por aquí a oír, por lo menos a preguntarnos qué oímos, aunque sea entre nosotros, aunque al final no oigamos nada.

Isadora Cabrera. 

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