El cuento del jueves: ¿No
oyes ladrar los perros? (México)
EXTRA “EL LLANO EN LLAMAS”
De chile,
mole y pozole.
Apenas
hoy nos acordamos, nos llegó de golpe con la jauría de Tonaya. Ya se venía
metiendo el sol y de repente se nos aparecen esos con el recuerdo en el hocico.
Ya pasaron dos meses, fue por los días donde tragábamos pitayas tras las rejas
y nos sentaban frente a los batallones de fusilamiento. De eso ya hace dos
meses y a uno no se le olvida. Después de estar viviendo en El llano en llamas a uno se le pegan las
costumbres de por aquí, uno ya no se olvida, uno ya conoce la historias.
¿No oyes ladrar los perros? es un cuento mexicano integrante del libro El llano en llamas (1953) escrito por Juan
Rulfo. En éste, la historia de Ignacio un bandido de caminos, es relatada a
partir de la voz de su padre mientras se dirigen al pueblo de Tonaya donde, según
dicen, se oyen ladrar perros. Dos puntos relevantes que han sido elegidos para
el análisis del cuento son: el espacio en el cual se desenvuelve la caminata y
el monólogo/diálogo que mantiene el padre de Ignacio con su hijo. Sin más, agudicemos
el oído frente a la ausencia de ladridos.
Una
sombra se ve al frente, avanza tambaleante sobre el llano en medio del silencio.
La caminata que emprende el padre de Ignacio con su hijo sobre la espalda será
ambientada durante la noche, en la oscuridad y en medio de la aparición lunar desde
la tierra. El ambiente desértico, en conjunto con el terreno irregular son elementos
presentados a la par de las reflexiones del padre hacía el hijo. El suplicio
del primero permanecerá en las penumbras, abajo, entre tropezones firmes;
mientras que Ignacio, arriba, es iluminado por la luna mientras recibe en silencio la exposición de
sus fallas.
“Primero le había dicho: “Apéame
aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga
un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les
llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la
tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía
él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo
iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz
opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que
no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones.
Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos
dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya
no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no
quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé
lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te
llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado
aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o
tres pasos de lado y volvió a enderezarse.” (Rulfo, 1953:147.)
Parece
que viene hablando, no se oyen bien. Son dos señores, uno joven y otro viejo,
el de arriba está llorando. El narrador de ¿No
oyes ladrar los perros? será de tipo omnisciente, sin embargo, el
predominio de la voz del padre permitirá que se construya la historia de Ignacio.
El padre descubren frente al lector las circunstancias y acciones que los
condujeron a ese punto de la odisea; de igual forma construirá al personaje de
Ignacio a partir de su visión. Finalmente el lector se encuentra frente a un
personaje del cual se habla mucho pero cuya voz resuena poco.
“—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así
eras entonces.
Despertabas con hambre y comías
para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la
leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el
tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre,
que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú
crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba
a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a
estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que
llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los
pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá
arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían
gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar
a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella.
Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el
cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los
mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido
decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?” (Rulfo, 1953: 149-150.)
Nos
enteramos que su padre se lo había llevado para Tonaya, de eso hace ya dos
meses. Y ahora nosotros estamos aquí, de nuevo, en Tonaya. La última vez que
vinimos nos agarraron y nos mandaron a la cárcel, a Ignacio no, a Ignacio no porque
Ignacio tenía quien lo cuidará. Pero de eso ya hace dos meses y ahora llegamos aquí,
otra vez, porque nos gusta volver sobre los pasos y oír lo que se cuenta por
estos lugares. Nos gusta venir por aquí a oír, por lo menos a preguntarnos qué oímos,
aunque sea entre nosotros, aunque al final no oigamos nada.
Isadora
Cabrera.
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