domingo, 22 de mayo de 2016

Infierno grande


XVII

Alivio. Esa era, por momentos, la palabra que envolvía todo mi ser cuando finalmente llegué a la puerta de la casa de Anastasio. Fumé todos los cigarrillos que encontré en mis bolsas de pantalón pues mis nervios aumentaban de magnitud. A pesar de estar fuera de peligro, el impacto del momento que viví minutos antes no dejaba de aterrarme: los gritos, las detonaciones, el silencio glacial posterior al segundo disparo, el color carmesí regado por todo el cuarto; era, sin duda, lo peor que había vivido en mi vida. Caminaba en el calor pesado de la noche, secando el sudor continuo de mis manos y de mi frente, pensando en cómo explicar la matanza en el rancho de Isabel.

La mañana se acercaba poco a poco. Los gallos ya entonaban su cántico mañanero. Algunas luces de las pobres casas de la Higuera se encendían. Al verme sin más tabaco que fumar, entré a la casa y encontré sentada en frente del débil comal a Eloísa. “Buenos días”, díjome. Sin pensarlo dos veces me arrodillé ante sus piernas y comencé a llorar cual niño: sin control, con tristeza y desesperación.

Ella me preguntó “¿qué es lo que le ocurre?, ¿cuál era la razón de sus pesares?” Le expliqué con todo detalle lo ocurrido: la relación amorosa que entablé con Isabel, las noches de pasión que condujo al momento fatal de su muerte. Al finalizar mi narración, ella permanecía en un silencio sepulcral. Lo único que se escuchaba era mi llanto y, al exterior, los gallos. Eloísa estaba en un estado totalmente atónito. Sin más miramientos y con las lagrimas corriendo cual manantial, me disculpé por mi actitud tan majadero, irrespetuoso, estúpido, pues era ella quien, sin razón alguna, cargaba con toda mi insensatez; era ella quien salía perjudicada sin haber hecho algo fuera de lugar.

De nuevo el silencio dominó todo el espacio, todo el tiempo. Mi frente permanecía en sus muslos, dejando caer las lágrimas al piso rocoso y polvoriento de la casa. Finalmente la escuche hablar. Me explicó todo acerca de Alfonso de Orizaba, todo acerca de Isabel y también quién era Gregorio.  Al terminar, mirándome fijamente, dijo: “Te dispenso de todo lo que has dicho, lo único que puedo decirte, Roberto, es que lo debes de escribir.” Yo seguía observando sus pupilas. Me besó y susurró: “Anda”.

Encerrado en el cuarto empecé a escribir la nota para el periódico. Al principio no sabía cómo hacerlo pues el nerviosismo me aterraba totalmente. Sin embargo, acabé la nota. La envié a mi jefe con la esperanza de que se publicará. En la espera de dicha publicación he escrito, en esta pequeña libreta, todo lo que he vivido en la Higuera; desde la vez que conocí a Anastasio hasta este mismo día. Debía escribirlo todo.

La nota se publicó dos días después.


J.A.N.H.

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