XVII
Alivio.
Esa era, por momentos, la palabra que envolvía todo mi ser cuando finalmente llegué a la puerta de la casa de Anastasio. Fumé todos los
cigarrillos que encontré en mis bolsas de pantalón pues mis nervios aumentaban
de magnitud. A pesar de estar fuera de peligro, el impacto del momento que viví
minutos antes no dejaba de aterrarme: los gritos, las detonaciones, el silencio
glacial posterior al segundo disparo, el color carmesí regado por todo el
cuarto; era, sin duda, lo peor que había vivido en mi vida. Caminaba en el
calor pesado de la noche, secando el sudor continuo de mis manos y de mi frente, pensando en
cómo explicar la matanza en el rancho de Isabel.
La
mañana se acercaba poco a poco. Los gallos ya entonaban su cántico mañanero.
Algunas luces de las pobres casas de la Higuera se encendían. Al verme sin más
tabaco que fumar, entré a la casa y encontré sentada en frente del débil comal a Eloísa. “Buenos días”, díjome. Sin pensarlo dos veces me arrodillé ante sus
piernas y comencé a llorar cual niño: sin control, con tristeza y desesperación.
Ella me
preguntó “¿qué es lo que le ocurre?, ¿cuál era la razón de sus pesares?” Le expliqué
con todo detalle lo ocurrido: la relación amorosa que entablé con Isabel, las
noches de pasión que condujo al momento fatal de su muerte. Al finalizar mi narración, ella permanecía en un silencio sepulcral. Lo único que se
escuchaba era mi llanto y, al exterior, los gallos. Eloísa estaba en un estado
totalmente atónito. Sin más miramientos y con las lagrimas corriendo cual
manantial, me disculpé por mi actitud tan majadero, irrespetuoso, estúpido,
pues era ella quien, sin razón alguna, cargaba con toda mi insensatez; era ella
quien salía perjudicada sin haber hecho algo fuera de lugar.
De nuevo el
silencio dominó todo el espacio, todo el tiempo. Mi frente permanecía
en sus muslos, dejando caer las lágrimas al piso rocoso y polvoriento de la
casa. Finalmente la escuche hablar. Me explicó todo acerca de Alfonso de
Orizaba, todo acerca de Isabel y también quién era Gregorio. Al terminar, mirándome fijamente, dijo: “Te
dispenso de todo lo que has dicho, lo único que puedo decirte, Roberto, es que
lo debes de escribir.” Yo seguía observando sus pupilas. Me besó y susurró: “Anda”.
Encerrado
en el cuarto empecé a escribir la nota para el periódico. Al principio no sabía cómo hacerlo
pues el nerviosismo me aterraba totalmente. Sin embargo, acabé la nota. La
envié a mi jefe con la esperanza de que se publicará. En la espera de dicha publicación
he escrito, en esta pequeña libreta, todo lo que he vivido en la Higuera; desde la vez que conocí a Anastasio hasta este mismo día. Debía escribirlo todo.
La nota
se publicó dos días después.
J.A.N.H.
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