Apolo triunfaba sobre la bella artemisa, y victorioso se alzaba detrás de las montañas. Como un padre amoroso, sus rayos solares acariciaban y llenaban de calidez los corazones de los mortales. El alba traía consigo el despertar de las almas y al viajero que después de innumerables viajes llegaba a aquella ciudad.
El joven viajero estaba ahí, como esculpido en mármol, en sus orbes se reflejaba la imagen de tan hermosa ciudad, mientras en su corazón nacía la añoranza por su propia tierra. Pronto se dio cuenta que Helios había avanzado lo suficiente como para estar coronando el gran lienzo azul. ¿Es que acaso se había quedado lo suficientemente admirado como para no notar que el tiempo había pasado? Si, era como un embrujo de los dioses… O quizá, había sido aquella villa la que había embrujado al intrépido peregrino, como una embustera que manipulaba su alma, una doncella caprichosa que había desplegado todos sus encantos para atraerle.
Fue entonces, que por primera vez cayó en cuenta de que las ciudades en verdad eran como las mujeres, enamoraban a los hombres y estos caían perdidos. Y al igual que éstas, también poseían muchas cosas de las cuales se podría enamorar, como sus memorias, símbolos, la vida diaria de aquellos que vivían ahí, todas esas pequeñas cosas que le conformaban. También podría hablarse de su cambiante forma, porque parece una pequeña metrópoli si se le ve desde lo alto de una montaña, pero a ojos de quien está en sus calles, solo puede sorprenderse de su propia insignificancia.
Está plagada de memorias, de aquellos días de antaño en que las grandes casonas ostentaban gloria. Aquellos días en las pequeñas calles de piedra estaban repletas de personas paseando. Sus símbolos, las cruces de las iglesias que regocijan las almas de los creyentes. Los muertos que, al pasar por los edificios antiguos, te gritan “viva la libertad”, aquel ideal por el que lucharon un día, y mismo que fueran para sus hijos y los hijos de sus hijos. Y su alegre gente te da la bienvenida a su ciudad con un simple intercambio de miradas y una sonrisa.
Maravillado por aquel pintoresco paisaje, el paseante paso por alto el hecho de que desconocía el nombre de aquella urbe, pero poco le importaba algo tan banal como el nombre, pues se dio cuenta de poseía muchos. Uno oficial que se representaba en los mapas y libros de historia y geografía; pero en los corazones de las personas, siempre tendría un nombre diferente, uno que representara los miles de sentimientos que despertaba en los corazones de las personas. Aquella ciudad era la ciudad de los mil nombres.
L.M
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