XVI
–¿Quién
es? –respondió Isabel, señalándome el armario. Yo quedé petrificado. Ella me
aventó todas mis prendas de ropa–; ¿qué es lo que quiere, hombre?
–Hablar con usté, de una buena
vez, señorita –dijo Gregorio.
–Por Dios, permíteme un segundo,
pues –me pidió no salir aunque la estuviesen golpeando o acosando. Sin más por
decir, acepté.
Todo mi entorno se oscureció completamente.
Mi sentido auditivo era el único medio que podía usar en ese momento. En pocas
palabras, yo era un oyente. Mi mente debía imaginarse todo el ambiente externo.
Varios minutos pasaron hasta que se abrió la puerta.
–¿Qué se le ofrece? –preguntó Isabel
con frialdad.
–Hablar de lo que sucedió en la
cascada. Creo que estoy enamorado de usted, patrona –Isabel empezó a reírse en
un tono suave, no de burla–, no se ría, por favor.
–¿Cómo quieres que no me ría,
hombre? Tonterias. Tonterias son las que usted dice, así que le pediré que se
retiré de mi habitación pues, como bien sabe, está mal visto que un hombre se
encuentre a altas horas de la noche en la recamara de una dama.
–No –respondió, con autoridad,
Gregorio.
–¿Perdone?
–Que no, pues. Debo hablar con
usted ahora. Si no es ahorita, ¿pa´cuando? Siempre que la busco, no la
encuentro. Cuando me la topo, siempre viene acompañada de alguien, y yo… aquí,
con este amor idiota. Por favor, Isabel.
–Sólo unos cuantos minutos, ¿de
acuerdo?
Escuché
las botas de Gregorio y las suaves pisadas dirigirse a la cama. Me preguntaba:
¿qué pudo haber sucedido en la cascada?, ¿quién es Gregorio?
–Lo escucho –dijo Isabel, con
suavidad.
–Gracias. Pues después de hacer
el amor en la Mercedes, no he podido, pues, dejar de pensar en usté. No sé si
sea amor pero ando como atotado en todo. En el trabajo, en el rancho; todo el
tiempo. Sólo pienso en usté, en el agua, en los besos. Y usté, patrona, como si
nada hubiera pasado. No le importa, ¿verdá?
–No es eso, Gregorio,
interpretas mal. Es usted el que se debe de dar cuenta de lo que me dice. Usted
es un trabajador del rancho de mi padre por más de diez años. Si nos ven juntos
por las calles, las habladurías y los chismes van a correr por toda la Higuera
hasta llegar a mi padre, y él va ir por ti y, tal vez, sólo tal vez, te mate.
–Pero podemos amarnos a
escondidas. Sólo usté y yo.
–¿Qué ideas son esas, Gregorio?
Yo no voy a ser una prófuga en una relación, y menos con usted –Isabel no midió
sus palabras y al darse cuenta que su comentario era muy hiriente para una
persona que le abría su corazón, intentó desviar la conversación–. Pues, ¿por
quién me toma?
–Por una dama, sin dudarlo. Pero
yo no estoy bien de esta manera. Sé que no tengo los bienes para tener una mujer
de su calibre, sé muy bien que no tengo los mejores empleos pero con esto me
sustento, sé que no tengo todo lo que usté desea pero lo único que le puedo dar
y de a montones es mi amor, mi cariño. Veame, soy tan pobre que otra cosa puedo
dar.
–Lo sé, lo sé, no quería herirlo
con mis palabras pero dese cuenta que…
Escuché
el sonido de un beso. Me sorprendí mucho al escuchar las declaraciones de
Gregorio y la sequedad con la que actuaba Isabel ante tales palabras romanticas
de su acompañante. Poco a poco el sonido de los besos iba prolongándose y
aumentando. Varias veces Isabel lo detenía y le pedía que no continuara pero él
persistía. ¿Cuándo sucedió esto?, ¿fue antes de mi? Por momentos quería salir
del armario y golpear a Gregorio por tener a Isabel en sus brazos.
–¡Detente! ¡Detente,
Gregorio!¡No!¡NO!
–Andale, dejate llevar, como en
la Mercedes.
–Te digo que me sueltes, suéltame
o grito.
–Mi bien, mejor besame.
Transcurrió
un silencio que se rompía por los besos de Gregorio e Isabel. Yo sólo imaginaba
en el mismo lecho en el que había estado momentos antes a los dos abrazados y
disfrutando de su “pasión”. Sin esperarlo, la puerta de la habitación se abrió con
tal fuerza que un sobresalto impresionó a todos los presentes en el cuarto. Al
escuchar la nueva voz, no pude descifrar de quién se trataba. Sin embargo, el
tono de voz contenía una rabia que espantaba, una ira descomunal que dominaba
toda la recama y el pasillo. Mi creciente enojo se convirtió en miedo.
–¿Qué significa esto, Isabel?
¿Gregorio? ¿Qué carajos andas haciendo en la cama de mi hija?
–¡Papá! No es lo que crees.
Debes de tranquilizarte un poco. Tranquilo. Tranquilo.
–¡Cállate, Isabel! ¡Cállate! ¿Y
usted, Gregorio, qué hacía encima de mi hija?
–Don Alfonso, esto no es lo que
parece, yo…, yo…
–Yo, yo, ¿yo qué? –imitaba don
Alfonso a Gregorio con un tono de voz burlesco–. ¡Responde cabrón!
–Yo sólo, sólo…, estaba… –claramente
no sabía que responder. Me lo imaginaba atónito por la sorpresa.
–¿Estás tonto o qué?
–No, nada de eso, patrón. Es que
yo…, yo estaba…
–¡Papá! Respira hondo. ¿Qué tal
si mañana lo hablamos con más calma?
–Tú mandas aquí, ¿verdad? Y yo
aquí me quedo, pintado como estúpido. Esto es ahora o ahorita. Ahora tú –imaginé
a don Alfonso señalar a Gregorio–, si no me das una respuesta ahorita mismo,
hijo de tu madre, yo te daré una. ¡Responde, carajo!
–Pues mire, patrón, yo no sé que
responderle. Usted es mi patrón y casí como mi padre pero…
–Un hijo que se acuesta con mi
verdadera hija. Si no me dices la verdad, ella te lo dará de una sentada.
–Papá, guarda eso, por favor.
–Patrón, por favor, se lo
imploro, por favor, yo estaba haciendo el amor con Isa…
Una
detonación de pistola inundó todo rincón del cuarto. Cada poro de mi piel
sentía un temor creciente. ¿Cómo fue todo esto posible solamente en una noche?
Yo permanecía cual estatua. Sin movimiento, sorprendido. “Carajo, en donde me
fui a meter”, pensaba. La detonación lastimaron mis oídos y lo único que podía percibir
eran los gritos agudos de Isabel.
–¡¡¡PAPÁ!!! ¿Qué carajos?
¡Gregorio! ¡NOOOO! ¡GREGORIO! ¡¡¡GREGORIO!!!
–Se lo advertí.
–Responde, Gregorio, ¿qué es lo
que sucede contigo, papá? ¡Qué cabrón eres!
–Ahora deja el papel de
Magdalena y explícame todo. Ahora.
–¿Qué quieres?
–Es la segunda vez que te
encuentro con alguien y la primera vez no fue de mi agrado. Gracias al cielo
todos los del rancho nunca hablaron porque si no, era nuestra perdición.
–¿Por qué no? Realmente amaba a
Helena, y ella me amaba tanto como yo, y tú la mataste al igual que a Gregorio. Eres un cabrón, ¿es que no
quieres que nadie me ame?
–Una cosa es amor y otra puro placer.
–Si lo hubiese sabido el padre
Prieto no estarías en este pueblucho de quinta. Él te hubiera mandado a otro
lugar; él sí tenía los cojones bien puestos. No como ese petardo de Córdova, él
te hubiera armado una pachanga.
–Claro, pero ahora todos los párrocos
son como Córdova. Están más vendidos que una cortesana. De hecho, Córdova era
un mediocre; él mismo fue el que vendió
los terrenos de Juventino. Él los regalaba. Pero ahora la justicia lo mató. Lo
mató el pueblo.
–Son una bola de perros; sinvergüenzas.
Entre ustedes mismos se lamen los hue…
Otra detonación
se propagó de nuevo por todo el lugar.
J.A.N.H.
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