XV
Desde esa noche,
durante más de un mes -aproximadamente- me encontraba “casualmente”
con Isabel . Los hombres la veían llegar en su
camioneta los tres días específicos que visitaba la Higuera, y yo, al igual que
ellos, suspiraba un aliento de deseo al verla mover sus cabellos, al observar
sus movimientos con tal ligereza y pasión por la calle, que derretían en mi
interior las ganas de saborearla completita. Sin embargo, yo tenía la dicha de
tenerla en mi pecho, tocar su piel, oler su perfume, tomarla y olvidarme de
todo por casi todas las noches de la semana. A pesar de que me recogía en la
madrugada en la puerta de la tiendita de abarrotes y tener que regresar antes
del amanecer a casa de Eloísa, no me preocupaba de que me vieran deambulando
por los terrenos a tales horas de la noche. En verdad estaba totalmente tomado
por el deseo.
Claramente esto produjo
distanciamiento entre Eloísa y yo. Acrecentó de tal manera que no comía en
casa, no dormía en ella, no avisaba lo que iba a hacer pues no quería que el
rumor corriera por cada rincón del poblado; pues pueblo chico… Sin embargo, Eloísa
en ciertas ocasiones preguntaba cuál era el motivo de aquel comportamiento y
yo, ciego por el “amor”, no respondía más que mentiras vagas e insensatas. A
veces ni la palabra nos dirigíamos, lo cual hoy me arrepiento por mi conducta
tan inoportuna e imbécil.
Retomemos, pues,
mis noches de amor. Con Isabel, la plática brotaba con tal facilidad
como lo hace el curso fluvial al incorporarse a una cascada. Charlábamos de
nuestro amor, "tan puro y original", que embargaba el alma de cada uno. Le leía
poemas de amor, recitaba fragmentos románticos de literatura, le susurraba
boleros a su oído, y ella respondía estos halagos con besos, abrazos y
apapachos. Parecía un paraíso, un éxtasis continuo que surgía cada madrugada, cada
instante al ver sus pupilas, al escucharla, al tocar su piel.
A mediados de mayo
sucedió el acontecimiento más impactante que me haya sucedido jamás. Al
esperar, como cada noche, a Isabel, me sorprendió ver su semblante distinto al que
yo veía en su rostro constantemente. Sus ojos, inyectados de un rojo claro,
emanaban ligeras lágrimas que resbalaban en su suave piel y se desvanecían,
cayendo a la perdición y el olvido, en su ropa de lino. La palidez de su rostro
se notaba con mucha claridad y su cuerpo, fuerte y vital, parecía succionado
por un poder extra normal, sin vida ni pasión.
Finalmente
llegamos a su cuarto. Le pedí que me explicará su pesar pero ella, avergonzada
de mostrar su lado personal, me pidió no insistir y que lo único que le daba un
poco de paz y tranquilidad era que yo estuviese ahí, a su lado. El amor
resurgió de nuevo pero no con la energía de las ocasiones anteriores. Hacer el amor
no fue lo mismo, lo que deseaba era saber qué le ocurría, qué sucedía en verdad.
Mis intenciones no tuvieron fruto alguno y decidí retirarme para pensar cuál
era la razón de ese suceso.
Al momento que me
vestía, tocaron a la puerta; era un tal Gregorio.
J.A.N.H.
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