domingo, 1 de mayo de 2016

Infierno grande


XIV

Al despertar y contemplar el lugar donde me hallaba, comprendí que estaba en casa de Eloísa. ¿Cómo fue que llegué ahí? Ni idea. No recordaba con claridad los momentos que ocurrieron en casa de don Octavio. Traté de levantarme pero un dolor intenso se manifestó en mi cabeza. Tambaleé un poco y me senté a la orilla de la cama. Intenté hacerme un pequeño masaje en la cabeza y en la frente pero el dolor no cesaba, al contrario, subía de tono. Me di cuenta que mis labios estaban resecos y aún tenía el sabor del tequila en mi boca.

Finalmente me levanté. Atravesé el cuarto y fui directo a la cocina. Buscaba alguna pastilla para poder disipar el dolor de cabeza pero no encontré nada. Bebí un poco de agua y noté que en la mesa estaba un plato de comida. La verdad no tenía apetito para comer pero comprendí que ya había pasado la mañana y la hora de la comida. Me avergonzaba pensar que no tuve la atención debida para avisarle a Eloísa que todo estaba bien. Pero nada estaba bien. Miré directamente a su puerta de habitación; ésta permanecía cerrada, de la misma manera en la que se encerró Eloísa al comentarle la muerte de su hermano.

Decidí ir a la tienda para comprar unas pastillas. Efectivamente, al salir de la casa era de noche; la luna brillaba en todo su esplendor, un viento fresco recorría las calles de la Higuera, la melodía de los grillos se presentaba con mucha claridad y a lo lejos se percataban algunos ladridos de perros. Caminé rumbo a la tiendita de abarrotes, la cual está al frente de la parroquia del poblado, con la esperanza de encontrarla abierta y calmar este dolor tan fuerte.

Desafortunadamente estaba cerrada. Vi el reloj de la iglesia: 9:45. “No puede ser”, pensaba al tiempo que tocaba la puerta metálica de la tienda. “¡Abran, por favor! Sólo necesito una pastilla”, gritaba acrecentando mis golpes. Después de varios minutos, me rendí. Dejándome caer en la puerta metálica, vi las calles desoladas. Pasaron varios minutos y cerca de la entrada de la iglesia divisé un semblante femenino. Se dirigía hacia mí; con un porte atrevido, moviendo lentamente su cadera, se acercaba más y más. No podía notar su rostro pues no había luz que deslumbrara su tez.

Era Isabel. “Yo puedo darte alguna pastilla, si es que lo deseas”, yo asentí inmediatamente. “Vamos a mi casa, pues”. Subimos a su camioneta. Charlamos todo el trayecto hasta su rancho. Me preguntaba cómo me llamaba, cómo había llegado, con quién me quedaba, etc. Yo respondía cada pregunta con una mueca de dolor. Finalmente llegamos a su rancho y atravesamos su extenso patio. Al entrar, Isabel se dirigió a un cuarto contiguo a la sala de estar. “Ponte cómodo, Roberto”. Me senté en su sillón. Su casa era realmente grande; tan sólo en la sala de estar, en las esquinas, había dos esculturas, una de Venus y otra de David, también jarrones exóticos con flores realmente hermosas, algunas pinturas de paisajes daban una visión muy grata del lugar. Llegó con una pastilla y un vaso de agua. Le agradecí sus atenciones, ella me contemplaba, sentada a un lado mío. La pastilla poco a poco fue surgiendo efecto, pues el dolor disminuía. Seguimos charlando fluidamente hasta que con su índice me indicó silencio. “Ya llegaron, si te ven aquí nos matan”. Tomó mi brazo y subimos las escaleras. Llegamos a su cuarto.

Todo estaba oscuro. Sentí sus brazos rodear mi cuello y el candor de sus labios junto a los míos.


J.A.N.H.

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