XIV
Al despertar y contemplar el lugar
donde me hallaba, comprendí que estaba en casa de Eloísa. ¿Cómo fue que llegué
ahí? Ni idea. No recordaba con claridad los momentos que ocurrieron en casa de
don Octavio. Traté de levantarme pero un dolor intenso se manifestó en mi
cabeza. Tambaleé un poco y me senté a la orilla de la cama. Intenté hacerme un
pequeño masaje en la cabeza y en la frente pero el dolor no cesaba, al
contrario, subía de tono. Me di cuenta que mis labios estaban resecos y aún
tenía el sabor del tequila en mi boca.
Finalmente me levanté. Atravesé el
cuarto y fui directo a la cocina. Buscaba alguna pastilla para poder disipar el
dolor de cabeza pero no encontré nada. Bebí un poco de agua y noté que en la
mesa estaba un plato de comida. La verdad no tenía apetito para comer pero
comprendí que ya había pasado la mañana y la hora de la comida. Me avergonzaba pensar
que no tuve la atención debida para avisarle a Eloísa que todo estaba bien.
Pero nada estaba bien. Miré directamente a su puerta de habitación; ésta
permanecía cerrada, de la misma manera en la que se encerró Eloísa al
comentarle la muerte de su hermano.
Decidí ir a la tienda para
comprar unas pastillas. Efectivamente, al salir de la casa era de noche; la
luna brillaba en todo su esplendor, un viento fresco recorría las calles de la
Higuera, la melodía de los grillos se presentaba con mucha claridad y a lo
lejos se percataban algunos ladridos de perros. Caminé rumbo a la tiendita de
abarrotes, la cual está al frente de la parroquia del poblado, con la esperanza
de encontrarla abierta y calmar este dolor tan fuerte.
Desafortunadamente estaba cerrada.
Vi el reloj de la iglesia: 9:45. “No puede ser”, pensaba al tiempo que tocaba
la puerta metálica de la tienda. “¡Abran, por favor! Sólo necesito una
pastilla”, gritaba acrecentando mis golpes. Después de varios minutos, me
rendí. Dejándome caer en la puerta metálica, vi las calles desoladas. Pasaron varios
minutos y cerca de la entrada de la iglesia divisé un semblante femenino. Se
dirigía hacia mí; con un porte atrevido, moviendo lentamente su cadera, se
acercaba más y más. No podía notar su rostro pues no había luz que deslumbrara
su tez.
Era Isabel. “Yo puedo darte alguna
pastilla, si es que lo deseas”, yo asentí inmediatamente. “Vamos a mi casa,
pues”. Subimos a su camioneta. Charlamos todo el trayecto hasta su rancho. Me
preguntaba cómo me llamaba, cómo había llegado, con quién me quedaba, etc. Yo
respondía cada pregunta con una mueca de dolor. Finalmente llegamos a su rancho
y atravesamos su extenso patio. Al entrar, Isabel se dirigió a un cuarto
contiguo a la sala de estar. “Ponte cómodo, Roberto”. Me senté en su sillón. Su
casa era realmente grande; tan sólo en la sala de estar, en las esquinas, había
dos esculturas, una de Venus y otra de David, también jarrones exóticos con
flores realmente hermosas, algunas pinturas de paisajes daban una visión muy
grata del lugar. Llegó con una pastilla y un vaso de agua. Le agradecí sus
atenciones, ella me contemplaba, sentada a un lado mío. La pastilla poco a poco
fue surgiendo efecto, pues el dolor disminuía. Seguimos charlando fluidamente hasta
que con su índice me indicó silencio. “Ya llegaron, si te ven aquí nos matan”.
Tomó mi brazo y subimos las escaleras. Llegamos a su cuarto.
Todo estaba oscuro. Sentí sus
brazos rodear mi cuello y el candor de sus labios junto a los míos.
J.A.N.H.
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