Memorias de África II
"Cuando cumplí siete años, mi padre me regaló un globo terráqueo. Yo pasaba horas girándolo lentamente, leyendo los nombres de todos esos lugares extraños y lejanos: Marruecos, España, Etiopía: soñando que algún día iría a esos lugares, como peregrina, viajera, vagabunda."
No estaba muy segura de lo que iba a encontrar una vez que me bajara del avión. Éste aterrizaba en Johannesburgo, Sudáfrica, la ciudad más grande y poblada de dicho país, y había trazado vagamente un plan, el plan que sigo a donde quiera que voy: llegar, ubicar los principales atractivos del lugar, visitar, hablar con las personas locales, etcétera. Sin embargo, justo en el asiento contiguo al mío del avión se encontraba un señor mozambiqueño, quien había estado en Brasil en días anteriores (pues mi viaje había tenido una escala en Brasilia) con el cual mantuve conversación durante gran parte del trayecto y me supo hablar maravillas de su país, por lo que decidí incluirlo en mi viaje, pero no tenía idea de que me quedaría tanto tiempo allí.
Al parecer, cuando llegué al aeropuerto ya había hecho un amigo, su nombre era Riyadh y muy amablemente se ofreció a proporcionarme alojamiento en casa de su familia si yo disponía de tiempo para ir a Maputo, capital de Mozambique. Acepté la invitación, pues no había forma de desconfiar de ese señor, y nos despedimos, acordando que dentro de unos días yo lo alcanzaría allá. En Johannesburgo me quedé por dos días, es una ciudad en la cual te puedes perder fácilmente, muy moderna, con grandes rascacielos, centros comerciales y lugares para entretenerse, pero en realidad no era el tipo de ciudad que buscaba para quedarme en África.
Supongo que tuve suerte, o como sea que se le llame a ese conjunto de situaciones que ocasionan que a uno le vaya bien, pues no sólo la familia de Riyadh (esposa, dos hijas y su hermana) me recibió con mucha hospitalidad en su casa sino que por ser temporada de vacaciones se ofrecieron a mostrarme algunos sitios de Maputo. Me quedé una semana y media en esa casa, a pesar de que siempre me trataron con mucha cordialidad y de que yo me sentía en confianza estando allí, no quise abusar más de su bondad y me trasladé a Beira, ciudad costera y colindante con el océano Índico, haciendo autostop.
A lo largo de los días que sucedieron después, fui acortando la distancia que me faltaba para llegar al lago Malawi, el último destino que había fijado en ese país. Esto me llevó poco más de una semana, en la que fui zigzagueando en dirección norte, recorriendo lugares con encantos naturales como el Parque Nacional de Gorongosa, un safari con gran diversidad de flora y fauna; la Reserva Nacional de Marromeu; y el Monte Mabu, un bosque paradisiaco. Finalmente llegué al lago Malawi, con sus dulces y claras aguas en donde se puede nadar y bucear, sus cientos de especies por doquier, rodeándolo; también llamado “el corazón caliente de África”.
Designé la última semana para Marruecos, donde hay un poco de todo, modernidad al estilo marroquí, desiertos, montañas, valles y mar. De los sitios más memorables está el Erg Chebbi, un pequeño Sahara con increíbles paisajes; Marrakech, ciudad imperial también conocida como la “Perla del Sur”, donde se encuentra la Plaza de Yamaa el Fna, plaza principal y lugar más famoso de ésta; y Rissani, ciudad ubicada al suroeste y el lugar indicado para conseguir artesanías y souvenirs.
Ana Estrada Martínez
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