Por Wendy Ortiz
Viajar en el transporte público es como
subirse al carrusel de una feria barata con atracciones morbosas y grotescas
personas; nunca falta un espectáculo qué ofrecer a los pasajeros antipáticos y
aburridos que ora van, ora vienen… mudos, cabizbajos, fantasmales.
Es la hora pico y en avenida Universidad
un semáforo en rojo ha hecho que el tráfico se detenga; el autobús espera
paciente entre los motores adormilados de los demás autos, y de vez en cuando
avanza unos centímetros y vuelve a detenerse. Afuera, corcovado y flaco, un
anciano con la piel tostada por el sol busca algo en el bote de la basura; se
quita el viejo sombrero de palma, y con la manga de su camisa raída seca el
sudor que resbala por las arrugas de su frente; parece como si el silencio le
hablara, pues tan pronto le he observado, su semblante sereno se ha vuelto
hacia los ojos curiosos de ésta que, estremecida, agacha rápidamente la mirada
antes de ponerla en cualquier otra escena.
Por fin, el autobús avanza lo suficiente
como para dejar al anciano atrás y yo pueda volver a mirar por la ventanilla;
casi llegamos a Corregidora, y de no haber sido por la cantidad de gente que
subió en la parada anterior, por poco y alcanzamos la luz verde. Durante los
últimos minutos de nuestra estancia en aquella avenida, un par de muchachos, como
de unos dieciséis años, se suben al capó del camión y limpian con habilidad el
enorme parabrisas; el chofer los saluda y les da unas cuantas monedas
agradeciendo la labor que hacen, pues de esta manera, los pasajeros pueden
disfrutar del malabarismo que un niño descalzo ejecuta mientras su hermana recolecta
dinero entre los autos.
Sin más contratiempos, nos dirigimos hacia
Corregidora norte, y si el transporte público tuviera un guía como los camiones
de turismo que abundan en el centro de la ciudad, seguramente diría algo así: si voltea a su derecha, podrá observar las vías
del tren en donde un indigente se encuentra defecando a las orillas, aquellos chiquillos
le arrojan piedras para luego echar a correr y reír a carcajadas porque uno le ha
dado justo en la cabeza… y los pasajeros, asombrados tomarían sus cámaras
para fotografiar a ese pobre diablo que avergonzado, ha subido sus pantalones y
desparecido debajo del puente. Aunque eso jamás sucedería en una ciudad con un
slogan como “Querétaro bonito”.
Más adelante, nos detenemos en la parada
que está en la entrada del mercado del tepe, algunos pasajeros abandonan el
camión, otros más suben, es jueves y entre éstos unas cuantas señoras cargan sus
pesadas bolsas del mandado; un sujeto como cualquier otro se acomoda para tocar
una canción popular con su guitarra, y aunque desafinado, endulza el oído de
las personas que, como yo, viajan sin audífonos soportando las inclemencias de
conversaciones ajenas, cláxones desesperados y estrepitosos motores; me he cansado
de mirar, cierro mis ojos y escucho… el espectáculo aún no ha terminado.
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