sábado, 12 de marzo de 2016

Los caminos de la vida: crónicas de autobús

Por Wendy Ortiz



Viajar en el transporte público es como subirse al carrusel de una feria barata con atracciones morbosas y grotescas personas; nunca falta un espectáculo qué ofrecer a los pasajeros antipáticos y aburridos que ora van, ora vienen… mudos, cabizbajos, fantasmales.

Es la hora pico y en avenida Universidad un semáforo en rojo ha hecho que el tráfico se detenga; el autobús espera paciente entre los motores adormilados de los demás autos, y de vez en cuando avanza unos centímetros y vuelve a detenerse. Afuera, corcovado y flaco, un anciano con la piel tostada por el sol busca algo en el bote de la basura; se quita el viejo sombrero de palma, y con la manga de su camisa raída seca el sudor que resbala por las arrugas de su frente; parece como si el silencio le hablara, pues tan pronto le he observado, su semblante sereno se ha vuelto hacia los ojos curiosos de ésta que, estremecida, agacha rápidamente la mirada antes de ponerla en cualquier otra escena.

Por fin, el autobús avanza lo suficiente como para dejar al anciano atrás y yo pueda volver a mirar por la ventanilla; casi llegamos a Corregidora, y de no haber sido por la cantidad de gente que subió en la parada anterior, por poco y alcanzamos la luz verde. Durante los últimos minutos de nuestra estancia en aquella avenida, un par de muchachos, como de unos dieciséis años, se suben al capó del camión y limpian con habilidad el enorme parabrisas; el chofer los saluda y les da unas cuantas monedas agradeciendo la labor que hacen, pues de esta manera, los pasajeros pueden disfrutar del malabarismo que un niño descalzo ejecuta mientras su hermana recolecta dinero entre los autos.

Sin más contratiempos, nos dirigimos hacia Corregidora norte, y si el transporte público tuviera un guía como los camiones de turismo que abundan en el centro de la ciudad, seguramente diría algo así: si voltea a su derecha, podrá observar las vías del tren en donde un indigente se encuentra defecando a las orillas, aquellos chiquillos le arrojan piedras para luego echar a correr y reír a carcajadas porque uno le ha dado justo en la cabeza… y los pasajeros, asombrados tomarían sus cámaras para fotografiar a ese pobre diablo que avergonzado, ha subido sus pantalones y desparecido debajo del puente. Aunque eso jamás sucedería en una ciudad con un slogan como “Querétaro bonito”.

Más adelante, nos detenemos en la parada que está en la entrada del mercado del tepe, algunos pasajeros abandonan el camión, otros más suben, es jueves y entre éstos unas cuantas señoras cargan sus pesadas bolsas del mandado; un sujeto como cualquier otro se acomoda para tocar una canción popular con su guitarra, y aunque desafinado, endulza el oído de las personas que, como yo, viajan sin audífonos soportando las inclemencias de conversaciones ajenas, cláxones desesperados y estrepitosos motores; me he cansado de mirar, cierro mis ojos y escucho… el espectáculo aún no ha terminado.

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