Tuve todo el amor que una persona puede recibir en la niñez,
además de todos los caprichos posibles que eran un claro reflejo de la poca
importancia que mi persona representaba para mis pseudo-padres. Pero el tiempo
pasa y te arrebata lo que más amas; cuando murió mi abuela sentí que la vida me
estaba dando un primer aviso acerca de lo miserable que llegaría ser mi
existencia, ciertamente no es algo que ignoré los primeros meses de mi duelo
pero mi entrada a la adolescencia logró pasar ese sentimiento a segundo plano y
me enfoqué en seguir adelante, porque: –Así lo habría querido la abuela-. Más
allá del supuesto sexto sentido que nos cargan a las mujeres, en algunas
ocasiones resulta ser verdad que las experiencias se acumulan formando una
bomba de tiempo, lista para explotar en el momento menos esperado.
El ser humano es capaz de tomar decisiones en base a la
forma en que ha sido criado, durante mucho tiempo se ha dicho que la familia es
la primera escuela de la vida, donde los infantes aprenden acerca de los valores
y la responsabilidad, pero pertenecer a una buena familia no implica que la formación
del sentido común sea la correcta o aceptada socialmente. ¿A qué quiero llegar
con todo esto? Con mi abuela se fue también mi brújula moral y conciencia de lo
que está bien o mal. Con 14 años, todo el dinero que se pueda poseer al alcance
de una tarjeta de crédito, sin supervisión paterna y elegir tener de amigos a
los chicos más divertidos y desastrosos de la escuela, bueno puede tornarse en
la receta perfecta para el desastre.
No entraré en detalles acerca de lo que fue de mi persona en
un lapso de seis años, ni siquiera recuerdo como logré pasar la secundaria y el
bachillerato. Al cumplir 20 años tuve un coma etílico y me entere que estaba
embarazada ¿lo más curioso? Ni siquiera me encontraba en mi país de origen, una
semana antes había tomado un vuelo al destino más lejano que la aerolínea
tuviera, el cuál resulto ser Japón. Al día siguiente de esa noticia regresé a
mi casa y por primera vez en seis años tomé conciencia de lo que estaba
haciendo con mi vida. Decidí no contar a mis padres acerca de mi estado y no es
como si tampoco les interesase mucho; a decir verdad, el estar esperando un
hijo no corrigió mi comportamiento, claro, ya no salía diario a fiestas y
reduje considerablemente mi consumo de sustancia tanto legales como ilegales,
pero no regresé a estudiar ni se me ocurrió hacer algo para superarme o dejar
de depender de mis padres.
Cuando mi hija nació el vacío que mi abuela había dejado pareció
llenarse, el diminuto cuerpo de aquel ser vivo produjo una calidez espiritual
en mi cuerpo, la amé en ese instante. Yo no lo sabía pero alguno de los empleados
de mis progenitores decidió informarles acerca de mi situación, ellos llegaron
una semana después. Creí que perderían el interés, pero al parecer la pequeña
movió algo en ellos. Al día siguiente desperté con la noticia de que se la
habían llevado, quería asesinarlos; cuando pregunté su paradero me llevaron con
el abogado familiar, quien me informó acerca de mi exilio a Irlanda, tendría
todo para que mi vida no fuese miserable, pero tenía prohibido volver a entrar
al país. La bomba de tiempo explotó en ese instante, perdí lo único que de
verdad había amado y me encerraron en una clínica apartada de la civilización. Al
salir reparé en que mis padres mantenían su promesa, no me falta nada, excepto
la razón de mi existencia.”
Andrea Hernández Álvarez
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