domingo, 6 de marzo de 2016

Infierno grande



VI

Los gallos ya cantaban dando la bienvenida al alba del día lunes. Me pareció que el tiempo pasaba sin dejar rastro de sus continuos pasos, que no tenía un orden lógico ni lineal. Esto mismo sucede pero cuando estás con alguna persona a la que se le tiene mucho agrado y cariño, de igual manera ocurre cuando la conversación con la persona que se tiene al frente no cesa, aumentando, a su vez, el interés del diálogo. De esta manera me sucedió con Eloísa. La historia del general Juan Barragán, la vida de Leticia, me envolvió y de igual manera la narradora.

Fue en esa mañana cuando pude examinar completamente el rostro de Eloísa. Parecía tener como treinta años; pero quizás sus vivencias, sus venturas y sus memorias eran la causa que en su semblante, frío y dulce que emanaba su belleza jovial, se mostraba los tenues rastros de la tristeza y la soledad; algo que su gran sencillez, amabilidad y dulzura no disipaban en su totalidad.

Eloísa era sin duda una de esas personas a las que la vida le dio la suerte de sobrellevar la pesadumbre de sus experiencias, la desesperación que embarga a una persona a quedarse en un sitio y permanecer ahí de por vida, sin conocer al mundo que se encuentra fuera del perímetro de Ojo Caliente y Tierra Nueva, y más que nada, la pesadez de no ser amada.

Sin embargo, ella se mostraba fresca, feliz y radiante. Noté sus ojos color miel, la palidez de su tez, la finura de su nariz y los labios que incitaban, indirectamente, a tocarlos, a saborearlos. Su frente era elevada, con algunos surcos los cuales daban un semblante más franco. Resaltaban delicadamente sus pómulos y su barbilla. Su cuerpo se desplazaba con una naturalidad única y sus gestos eran totalmente improvisados; sin ninguna tosquedad al notarlos. El tinte de su cabello era castaño y siempre se lo arreglaba con un moño. Su cuerpo era delgado; toda ella era belleza natural, como la bella de Remedios de García Márquez.

Eloísa iba a continuar con la historia de Leticia cuando llamaron a la puerta. Era don Urbano. Entró al hogar, saludando a mi acompañante con mucha rapidez. Se acercó ante mí con un semblante agotado y sorprendido: “Joven, ¡ay de mí!, acompáñeme, pronto. Es urgente, nos espera don Octavio. ¡Apresúrese pues! ¡Ande!.” Tomé el último sorbo del café  que había preparado Eloísa. Me despedí de ella y corrí en dirección al Cerro del Quemado, rumbo a Tierra Firme.

Después de correr y llegar a la falda del cerro, deslumbré el semblante de don Octavio. “¡Apresúrese, joven!” me gritaba. Corrí lo más rápido que pude. Al llegar junto a él, me dijo: “Véalo usted mismo y juzgue.” El terreno estaba desértico. Sí, nada. Las vacas muertas ya no estaban ahí. 



J.A.N.H.

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