lunes, 4 de abril de 2016

Diario de viajes ficticios

La vida es desierto y oasis.
Nos derriba, nos lastima,
nos enseña,
nos convierte en protagonistas
de nuestra propia historia.

Walt Whitman 

No es posible conocer, viajar, compartir, aprender, si no estamos primero dispuestos a correr el riesgo de agotarnos, despeinarnos, ensuciarnos, sudar un poco; no es posible quedarse una parte de algo si no estamos dispuestos, a su vez, a dejar una parte de nosotros mismos en el camino. 
    Hace algunos meses estuve en el desierto de Atacama, en Chile, una gran extensión de tierra con volcanes, géiseres y cuencas de sal, colindante con los Andes por un lado y la costa del Océano Pacífico por el otro. Este desierto es considerado uno de los lugares más áridos del planeta, sin embargo, yo pude presenciar un extraño fenómeno, pues en el punto más seco que existe también pueden nacer flores y de manera descomunal.  
   San Pedro de Atacama es un pueblo habitado principalmente por etnias indígenas donde los atractivos son culturales, como el Museo Arqueológico R. P. Gustavo Le Paige, puestos de artesanías y productos locales y, relativamente cerca, también se encuentran varias lagunas, termas y salares. Esta comunidad fue mi primer destino y me sirvió como entrada al desierto.
    El verdadero espectáculo tomaba lugar en dirección al sur, donde una cama de flores malvas, amarillas, violetas y blancas cubría kilómetros de esta zona desértica, debido al fenómeno de El Niño, que consiste en una alteración del patrón de lluvias, el cual ocasiona humedad y el ambiente propicio para engendrar vida tan colorida. Recorrí un gran tramo del desierto en unos días, en parte gracias a la ayuda de viajeros igual de sedientos que yo de la arena, del bochorno y de las vistas invaluables.   
    Cuando uno ya está metido en un viaje no se puede dar el lujo de ser quisquilloso, de quedarse sentado en un cómodo sofá de algún hotel, no; hay que salir, recorrer kilómetros, quemarse la piel con el sol, hacer amigos, probar la comida tradicional y, si se puede, ver cómo el desierto florece.















Ana Estrada Martínez


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