domingo, 10 de abril de 2016

Infierno grande


XI

El resto de aquel día lo dediqué a dos cosas únicamente: la pesadumbre de la muerte de Anastasio y la pequeña conversación con Isabel. No dejaba de visualizar el atractivo semblante de la hija del presidente municipal. Sus extremidades brillosas gracias al sudor, sus ojos castaños y su piel morena me producían la sensación de tomarla por completo; abrazarla, tocarla, besarla, acariciarla. Su voz parecía una copla dotada de hermosura, sus pupilas eran amuletos asombrosos que hubiera podido admirarlos cada vez más, con mayor éxtasis cada día.

De esta manera me encontraba en la comodidad de la sombra, pensando, imaginando. Sin embargo, todas estas ilusiones se desvanecieron cuando vi a lo lejos a Eloísa cargando dos bolsas de mandado. Inmediatamente fui ante ella para ayudarla. Eloísa insistía, “no debe molestarse, joven, yo puedo sola, no se apure”. Le comenté que no era molestia alguna y, finalmente, ella me dejó llevar la despensa a casa. En el trayecto ingeniaba algo para poder entablar la conversación pero mi horrenda timidez apareció. Como siempre, en momentos inadecuados.

Comimos en un silencio pesado, totalmente distinto a las ocasiones anteriores cuando nos sentábamos en la mesa. Y ella notó la timidez, lo supo desde que tome las bolsas del mercado. Yo mantenía la vista gacha, no me atrevía mirar sus ojos pues al verla me recordaba a Anastasio. Parecía que Eloísa no quería incomodarme pues no daba señas de iniciar conversación. Yo, como desde el primer día que llegué a la Higuera, no sabía qué hacer, qué decir.

Finalmente rompí el hielo. “Eloísa, disculpa, no podrías proseguir con la historia del joven Juventino.” Levantó la mirada y dijo: “Antes que nada, dígame qué le atañe. Usted está muy raro el día de hoy.” En vano, intenté no comentar nada pero ella no desistía, viéndome con su mirada protectora. Después de estar en esa situación le comenté la mala nueva de su hermano. Se lo dije con tanta melancolía y tristeza que el sentimiento surgió en forma de lágrimas. Y ella, ¡oh!, ella permanecía inmóvil; una estatua con fisonomía lívida. Todo era silencio. Todo.

Momentos después se retiró a su habitación. Permanecí ahí, con un nudo en la garganta y una tristeza total. Toqué a su puerta y no hubo respuesta alguna. Desistí de mis intentos porque me dí cuenta que no podía encontrar palabras animadoras. Salí a la calle; la noche ya era dueña de la bóveda del cielo. No había nubes, las estrellas tirititaban en su posición preferida y el calor no se disipaba. Me senté en el mismo lugar donde Isabel me había saludado, fumando mientras veía el paisaje desolador de la Higuera. Permanecí en ese lugar tan tranquilo. Cerré los ojos para relajarme.

Los gritos de don Urbano me despertaron: “¡Joven! ¡¡JOVEN!! ¡¡¡Las vacas, joven, están vivas!!!”


J.A.N.H.


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