domingo, 17 de abril de 2016

Infierno grande


XII

No sabía qué hora era. La luna permanecía, gloriosa, en su punto más alto. La luminosidad de las estrellas perforaba la faz del cielo y delgadas nubes atravesaban el oscuro firmamento. El bochorno abrumador hacía pesado el ambiente. El claro  lunar permitía alumbrar todo objeto y ser viviente que se encontrara a la intemperie; los cactus, las gigantescas rocas, los cerros, los matorrales, se bañaban con su fresca y abrasadora luz. La sinfonía de los insectos aumentaba y los aullidos de los coyotes se percibían a lo lejos.

Don Urbano me condujo al Cerro del Quemado. Caminaba con prisa, con agitada respiración. ¿Qué pudo haber ocurrido? ¿Cómo es que sucedió? ¿Todo esto era real? ¿Un sueño, tal vez? Estas y muchas preguntas más me invadían. "No lo sé, joven, sólo me dijieron que fuera a buscarlo, que las vaquitas andan vivitas y coleando." No insistí más. Rodeamos la falda del Cerro del Quemado y vimos el páramo desolado; el mismo terrenal donde habían aparecido sin vida las reses y desaparecido, persistía desértico. La soledad, desgarradora y total, reinaba en todo lugar.

"Pero si aquí no hay más que la nada." Don Urbano no hizo comentario alguno; siguiendo su marcha atravesó el llano. "En la Mercedes, joven." Caminamos sin detenernos a tomar un pequeño respiro pues el calor era asfixiante, abrumador. Al escuchar la tenue melodía que emitía el río, algunas vacas aparecieron; caminaban lentamente con su conocida pesadumbre, buscando donde pastar. "Increíble", pensé al verlas, mugiendo y caminando.

"¿Qué es esta locura?", dije a los cuatro vientos. Lo único que pudo hacer don Urbano fue levantar sus hombros. Los dos estábamos con el mismo estupor; deseábamos saber todo a cerca de aquel 'milagro'. Divisamos a don Octavio cerca del río. Estaba hincado, con los brazos extendidos en forma de cruz, con las palmas, callosas y viejas, abiertas. Al llegar ante él, respiramos y bebimos agua de la Mercedes. Observaba, estupefacto y desconcertado, la imagen que se me presentaba. "¡Increíble!" No lo podía creer; sin duda era un acontecimiento fantástico y espeluznante. Una total locura.

Varios minutos pasaron y la sorpresa no disminuía de grado. Don Octavio se levantó persignándose, "¡Que no lo ven! Este es el claro ejemplo del poder de Dios. ¡Han resucitado!" Mi consternación iba en aumento, al igual que el pavor. No podía ser cierto, no era posible; ésto me provocaba un tremendo pánico. Don Octavio contó que después de la desaparición de las vacas, el día domingo, él, a la misma hora que las pastaba, salía a buscarlas. Hasta ese día, la madrugada del miércoles. "Todo tiene sentido, joven; el puño de Dios, la muerte de las vacas, de la mesma carne, los tres días transcurridos y la resurrección de la mesma carne. ¡Milagro!" Yo no salía de mi pavorosa consternación.

De regreso a la Higuera, don Octavio me invitó unos tragos para festejar el milagro. De ahí en adelante, mi vida en ese lugar cambió para siempre.



J.A.N.H.

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