XII
No sabía qué hora era. La luna permanecía, gloriosa, en su
punto más alto. La luminosidad de las estrellas perforaba la faz del cielo y
delgadas nubes atravesaban el oscuro firmamento. El bochorno abrumador hacía
pesado el ambiente. El claro lunar
permitía alumbrar todo objeto y ser viviente que se encontrara a la intemperie;
los cactus, las gigantescas rocas, los cerros, los matorrales, se bañaban con
su fresca y abrasadora luz. La sinfonía de los insectos aumentaba y los
aullidos de los coyotes se percibían a lo lejos.
Don Urbano me condujo al Cerro del Quemado. Caminaba con
prisa, con agitada respiración. ¿Qué pudo haber ocurrido? ¿Cómo es que sucedió?
¿Todo esto era real? ¿Un sueño, tal vez? Estas y muchas preguntas más me
invadían. "No lo sé, joven, sólo me dijieron que fuera a buscarlo, que las
vaquitas andan vivitas y coleando." No insistí más. Rodeamos la falda del
Cerro del Quemado y vimos el páramo desolado; el mismo terrenal donde habían
aparecido sin vida las reses y desaparecido, persistía desértico. La soledad,
desgarradora y total, reinaba en todo lugar.
"Pero si aquí no hay más que la nada." Don Urbano
no hizo comentario alguno; siguiendo su marcha atravesó el llano. "En la
Mercedes, joven." Caminamos sin detenernos a tomar un pequeño respiro pues
el calor era asfixiante, abrumador. Al escuchar la tenue melodía que emitía el
río, algunas vacas aparecieron; caminaban lentamente con su conocida
pesadumbre, buscando donde pastar. "Increíble", pensé al verlas,
mugiendo y caminando.
"¿Qué es esta locura?", dije a los cuatro vientos.
Lo único que pudo hacer don Urbano fue levantar sus hombros. Los dos estábamos
con el mismo estupor; deseábamos saber todo a cerca de aquel 'milagro'.
Divisamos a don Octavio cerca del río. Estaba hincado, con los brazos
extendidos en forma de cruz, con las palmas, callosas y viejas, abiertas. Al
llegar ante él, respiramos y bebimos agua de la Mercedes. Observaba,
estupefacto y desconcertado, la imagen que se me presentaba.
"¡Increíble!" No lo podía creer; sin duda era un acontecimiento fantástico
y espeluznante. Una total locura.
Varios minutos pasaron y la sorpresa no disminuía de grado.
Don Octavio se levantó persignándose, "¡Que no lo ven! Este es el claro
ejemplo del poder de Dios. ¡Han resucitado!" Mi consternación iba en
aumento, al igual que el pavor. No podía ser cierto, no era posible; ésto me provocaba
un tremendo pánico. Don Octavio contó que después de la desaparición de las
vacas, el día domingo, él, a la misma hora que las pastaba, salía a buscarlas.
Hasta ese día, la madrugada del miércoles. "Todo tiene sentido, joven; el
puño de Dios, la muerte de las vacas, de la mesma carne, los tres días
transcurridos y la resurrección de la mesma carne. ¡Milagro!" Yo no salía
de mi pavorosa consternación.
De regreso a la Higuera, don Octavio me invitó unos tragos
para festejar el milagro. De ahí en adelante, mi vida en ese lugar cambió para
siempre.
J.A.N.H.
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