XIII
Llegamos a la humilde morada de don
Octavio. Éste se encontraba entusiasmado por su “milagrito”; levantando los
brazos, decía: “somos afortunados por la ver la obra pura de Dios, mucho muy
afortunados”. Yo permanecía todavía estupefacto por aquel evento; ¿cómo fue
posible? ¿Cómo? ¡¿CÓMO?! Mientras yo seguía de esta manera, don Urbano se
encontraba feliz al ver el éxtasis de su amigo. Pareciese que su extrañamiento,
aquel que lo envolvía momentos antes de llegar al río, se hubiese disipado y
sólo actuaba como el acompañante perfecto en la algarabía de don Octavio. A
veces comentaban: “y eso, compadre, que hemos visto cada cosa en este lugar”.
Sacaron botellas de tequila, mezcal,
aguardiente y sotol. Sirviendo caballitos y repartiéndolos, brindaban por “el
acto de Dios”. Yo sólo levantaba mi copa sin decir “¡salud!” pues no podía
tomar una posición concreta de todos los acontecimientos que había vivido en la
Higuera. El sabor del tequila, áspero al primer sorbo, me desestabilizó pero
fue el primer paso para disfrutar las segundas, las terceras, las cuartas, las
quintas…copas. Todo lo ocurrido el día anterior se desvaneció –en ese momento–
de mi mente. Disfrutaba cada trago, cada caballito; de lo que fuese lo
disfrutaba igual. A veces carcajeaba por algo que escuchaba, varias veces
permanecía en un silencio frío y terrible.
Por más que nos servíamos, yo iba
perdiéndome en cada sorbo y veía que don Octavio y don Urbano seguían igual, como
si el alcohol no les hiciera nada. Me dije: “parece que ni han tomado”. Las
copas se disolvían en nuestro cuerpo, las horas se esfumaban con tal rapidez
que pude percibir los primeros cantares de los gallos dando la bienvenida al
día nuevo. Don Octavio me observó atentamente, fijamente, mientras yo jugaba
con mi copita. Entonces habló: “y uste´ diciendo que pidiera ayuda a las
autoridades, ja, ¿cómo no? Figúrese nomás: si lo hubiera hecho y hubiera
seguido su consejo, tal vez estuviéramos en las noticias propagando el
“milagrito”. No, no, no. Esas cosas de actores a los políticos les queda mejor
el papel, ¿o qué no? Supongo que ya le han contado lo historia del joven
Juventino, ¿´erdad?”
Yo negué con la cabeza. “¡Qué caray! ¡Qué
caray! El joven Juventino era un chico mucho muy trabajador, ¿o no compadre?
–don Urbano asintió levantando su copa–, trabajaba su tierra sin molestar a
alma alguna, y lo hacía para cuidar a su familia. Desde muy chiquillo
acompañaba a Jacinto para trabajar. Labraba su tierra con Jacinto, su
padrastro, y laboraban hasta ya anunciado el atardecer. Jacinto tenía terreno
grande y estaba cercas del rio de la Mercedes, un poco más p´árriba de donde
encontramos a las vaquitas. En aquel entonces el presidente municipal era
Fernando de los Santos; él mismo les quitó una parte de la tierra sin dar razón
ni nada. Él sólo decía, “la tierra es de los santos”.
“Así pasaron los años y el terreno iba perdiéndose
poquito a poco. Hasta que se cambió de presidente municipal. Todos pensaban que
él era distinto, que él era de los nuestros, pues visitaba la Higuera muy a menudo
y regalaba que´l microondas, que la tele, que las madres de blurei y cosas así,
pero pues como usarlos si ni luz hay aquí. ¡Ja,ja,ja,ja! Son tan hipócritas y
sinvergüenzas, ¡que hijos de…! Así se ganaron los votos y también la victoria.
Al llegar al puesto, misteriosamente, nadie sabe bien lo que sucedió, falleció
Jacinto –levantó la copa y brindó por su amigo fallecido–, y las tierras
pasaron automáticamente al presidente. El joven Juventino ya no tenía con que
dar de comer en su hogar, a veces ni comía buscando que almorzar. Ante tal
injusticia, Juventino trato de robar unas gallinas del corral del presidente y
ahí le dispararon. Al poco tiempo murió la familia de Jacinto. Todo gracias a
las benditas autoridades, joven, ¡benditas!
“El presidente municipal que mató a
Juventino se llama Alfonso Orizaba”.
J.A.N.H.
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