domingo, 24 de abril de 2016

Infierno grande


XIII

Llegamos a la humilde morada de don Octavio. Éste se encontraba entusiasmado por su “milagrito”; levantando los brazos, decía: “somos afortunados por la ver la obra pura de Dios, mucho muy afortunados”. Yo permanecía todavía estupefacto por aquel evento; ¿cómo fue posible? ¿Cómo? ¡¿CÓMO?! Mientras yo seguía de esta manera, don Urbano se encontraba feliz al ver el éxtasis de su amigo. Pareciese que su extrañamiento, aquel que lo envolvía momentos antes de llegar al río, se hubiese disipado y sólo actuaba como el acompañante perfecto en la algarabía de don Octavio. A veces comentaban: “y eso, compadre, que hemos visto cada cosa en este lugar”.

Sacaron botellas de tequila, mezcal, aguardiente y sotol. Sirviendo caballitos y repartiéndolos, brindaban por “el acto de Dios”. Yo sólo levantaba mi copa sin decir “¡salud!” pues no podía tomar una posición concreta de todos los acontecimientos que había vivido en la Higuera. El sabor del tequila, áspero al primer sorbo, me desestabilizó pero fue el primer paso para disfrutar las segundas, las terceras, las cuartas, las quintas…copas. Todo lo ocurrido el día anterior se desvaneció –en ese momento– de mi mente. Disfrutaba cada trago, cada caballito; de lo que fuese lo disfrutaba igual. A veces carcajeaba por algo que escuchaba, varias veces permanecía en un silencio frío y terrible.

Por más que nos servíamos, yo iba perdiéndome en cada sorbo y veía que don Octavio y don Urbano seguían igual, como si el alcohol no les hiciera nada. Me dije: “parece que ni han tomado”. Las copas se disolvían en nuestro cuerpo, las horas se esfumaban con tal rapidez que pude percibir los primeros cantares de los gallos dando la bienvenida al día nuevo. Don Octavio me observó atentamente, fijamente, mientras yo jugaba con mi copita. Entonces habló: “y uste´ diciendo que pidiera ayuda a las autoridades, ja, ¿cómo no? Figúrese nomás: si lo hubiera hecho y hubiera seguido su consejo, tal vez estuviéramos en las noticias propagando el “milagrito”. No, no, no. Esas cosas de actores a los políticos les queda mejor el papel, ¿o qué no? Supongo que ya le han contado lo historia del joven Juventino, ¿´erdad?”

Yo negué con la cabeza. “¡Qué caray! ¡Qué caray! El joven Juventino era un chico mucho muy trabajador, ¿o no compadre? –don Urbano asintió levantando su copa–, trabajaba su tierra sin molestar a alma alguna, y lo hacía para cuidar a su familia. Desde muy chiquillo acompañaba a Jacinto para trabajar. Labraba su tierra con Jacinto, su padrastro, y laboraban hasta ya anunciado el atardecer. Jacinto tenía terreno grande y estaba cercas del rio de la Mercedes, un poco más p´árriba de donde encontramos a las vaquitas. En aquel entonces el presidente municipal era Fernando de los Santos; él mismo les quitó una parte de la tierra sin dar razón ni nada. Él sólo decía, “la tierra es de los santos”.

“Así pasaron los años y el terreno iba perdiéndose poquito a poco. Hasta que se cambió de presidente municipal. Todos pensaban que él era distinto, que él era de los nuestros, pues visitaba la Higuera muy a menudo y regalaba que´l microondas, que la tele, que las madres de blurei y cosas así, pero pues como usarlos si ni luz hay aquí. ¡Ja,ja,ja,ja! Son tan hipócritas y sinvergüenzas, ¡que hijos de…! Así se ganaron los votos y también la victoria. Al llegar al puesto, misteriosamente, nadie sabe bien lo que sucedió, falleció Jacinto ­–levantó la copa y brindó por su amigo fallecido–, y las tierras pasaron automáticamente al presidente. El joven Juventino ya no tenía con que dar de comer en su hogar, a veces ni comía buscando que almorzar. Ante tal injusticia, Juventino trato de robar unas gallinas del corral del presidente y ahí le dispararon. Al poco tiempo murió la familia de Jacinto. Todo gracias a las benditas autoridades, joven, ¡benditas!

“El presidente municipal que mató a Juventino se llama Alfonso Orizaba”.


J.A.N.H.

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