“Existen lugares, personas y momentos que determinan un
antes y un después en la vida. Es imposible saber si existe un destino que
marque estas experiencias tan únicas, pero lo más certero que posee el ser
humano en dichas situaciones, es la completa seguridad de que ocurrieron y que
a partir de que eso la percepción que se tiene del mundo y la realidad cambia,
ya sea para bien o para mal.
Recuerdo que todo ocurrió cuando entré a la crisis de los
veinte, bueno quizá de los veinticinco, de cualquier manera, no sabía hacía
donde se dirigía mi vida y me asustaba demasiado terminar en un trabajo
mediocre recriminándome no haberme esforzado lo suficiente en realizar algo
mejor. Estaba desesperada y la soledad de mi departamento no era el lugar más idóneo
donde reflexionar acerca de la existencia misma. Entonces, como si alguna
fuerza divina hubiera escuchado mis plegarias, recibí una llamada de mi abuela
invitándome a pasar las vacaciones de verano en su casa. Sin pensarlo dos veces
empaqué y partí hacía la solitaria granja que poseían los padres de mi madre,
quizá el trabajo de campo y desconectarme del mundo citadino me ayudarían con
mi situación.
Llegué con día de retraso y cuando el sol ya se ocultaba. La
camioneta del abuelo no se encontraba, lo que indicaba que habían salido.
Decidí sentarme a esperarlos mientras me recargaba en la puerta, pero me llevé
una gran sorpresa al sentir que sucumbía a mi peso, estaba abierta, la sorpresa
se convirtió en pánico cuando mi espalda chocó contra una pierna extraña. Me
levanté de inmediato y al dar la vuelta me encontré de cara con un par de ojos
color miel escudriñándome. El chico me observó varios segundos más antes de
preguntarme quien era, su voz me resultaba conocida, finalmente desperté de mi
trance y me presenté como la nieta de los dueños. Al instante sus mejillas se
tiñeron de rojo y bajando su tono de voz me dijo que su nombre era Brad. Me
ayudó a bajar mis cosas y se fue justo cuando los abuelos llegaron.
Esa noche me la pasé en vela escarbando en mis recuerdos,
finalmente recordé que Brad era hijo de los vecinos más próximos, cuya casa se
hallaba a un kilómetro de distancia. Había crecido, era por lo menos una cabeza
más alto que yo y sus facciones ya no eran aniñadas, aunque claro, habían pasado
12 años desde la última vez que supe de él. En los días siguientes me enteré
que ayudaba a mis abuelos en verano, al parecer decidió superarse y estudiar la
carrera de derecho, por lo que el resto del año volvía a la ciudad a trabajar
en un prestigioso despacho. Con el pasar de los días nos volvimos más cercanos,
incluso me ayudo a superar mi crisis y una atracción nada fácil de ignorar se
instaló a nuestro alrededor.
Ese verano sin duda me cambió, en específico Brad provocó
algo en mí, por alguna extraña y tonta razón quería seguir en contacto con él,
pero nos fue imposible. Decidimos vernos cada verano en la granja y fue así por
lo menos durante cinco años, después él no volvió y no hubo más noticias acerca
de su paradero. Definitivamente fue un parteaguas en mi vida y constantemente
me encuentro deseando volver a aquellos veranos y hacerlos eternos. Pero la
vida sigue y por lo menos queda el recuerdo y es justo el sentimiento que
despertó en mi lo que me impulsa a seguir yendo cada año a la granja, con la
esperanza de que un día él regrese."
Andrea Hernández Álvarez
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