“A lo largo de la vida, una persona se pregunta en
innumerables ocasiones el porqué de todo. Pareciera que no existe una
explicación lógica que justifique ciertos eventos o acciones que se cometen, la
existencia está llena de incertidumbres y giros inesperados, tratar de
averiguar el propósito es una tarea interminable.
Hasta hace algunos años no me cuestionaba la manera en que
mi vida se estaba desarrollando, el mundo material y superficial me atrapó de
tal modo que solo pensaba en mí mismo y en los beneficios que podría obtener de
lo que fuera que hiciese, claro que al ser un chico proveniente de una
acaudalada familia no tenía que realizar esfuerzo alguno para conseguir lo que
me apeteciese.
Desde pequeño tuve problemas cardíacos, periódicamente me
llevaban al médico para verificar que no estuviera a punto de padecer un
infarto fulminante, al crecer todo pareció “arreglarse”, los costosos
tratamientos surtieron efecto y ahora podría llevar una vida normal. En
retrospectiva el anuncio de que mi corazón se encontraba bien fue como darme
luz verde para emprender el desastre. Los excesos llegaron a mi vida tan
rápidamente que ni siquiera me di cuenta, mis padres justificaban mi conducta
alegando que merecía recuperar el tiempo perdido a causa de los tratamientos. Si
de niño había sido mimado al extremo, de adolescente me volví prepotente y
arrogante, y verdaderamente me creía capaz de todo y superior a todos.
El infarto atacó en una de las tantas fiestas a las que
siempre asistía, los chicos de lugar entraron en pánico y yo sentía como si
algo explotara en mi pecho. Por lo que me contaron, mi entonces novia y su
mejor amigo me llevaron al hospital, un par de horas después llegaron mis
padres, al parecer me encontraba estable pero necesitaba con urgencia un trasplante.
Lo que sucedió es que aquellos medicamentos tan costosos solo habían “adormecido”
el mal que me aquejaba, al no cuidarme y sin un chequeo médico constante mi corazón
no resistió lo suficiente. Mis padres se convencieron de que moriría aquella
madrugada, sin embargo, cerca de las 7 am les informaron que había una pequeña
esperanza, tres horas después un corazón anónimo respondía y mi vida se
salvaba.
Se supone que la identidad de un donador permanece secreta,
pero aquellos cirujanos no se enteraron de que el efecto de la anestesia se me
pasó antes de tiempo, por lo que escuché todo acerca del accidente de tráfico
en que un chico había muerto y gracias a eso yo me encontraba vivo. Al salir
del hospital investigué y encontré a esa persona. Nunca me había sentido tan
culpable de respirar: aquel joven tenía un futuro brillante y una personalidad
amable y bondadosa, era todo lo contrario a mí. Un pequeño error en su ruta le
arrancó de este mundo; mi falta de sentido común me provocó el infarto. Era injusto,
él merecía la vida mucho más que yo, incluso en la muerte aquel chico había
ayudado a los demás, incluyéndome. Se supone que una donación ayuda a las buenas
personas. Pero ahora su corazón se encontraba en el peor lugar posible, mi
cuerpo.”
Andrea Hernández Álvarez
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