Por Wendy Ortiz
“La
caridad […] nace del orgullo, no del altruismo. El que practica la caridad se
sentiría muy ofendido si no disfrutara del aplauso del público”
(Filosofía
en la alcoba, Marques de Sade)
¿Cuánto vale la miseria?... cuánto hay que
pagar por la mercancía que alimenta ese deseo de sentirse más bondadoso, inteligente,
rico o… ¿más pobre? Porque eso es la miseria: un producto que se vende en las
calles y en los mercados, en escuelas, hospitales, y también en el autobús;
siempre en forma de historia, contando al cliente la que su caprichoso oído quiera
escuchar, pues entre más desgraciada sea ésta, creyéndolos dádivas de piedad,
más centavos sacará el cliente de su bolsillo. Y en efecto, el otro día me preguntaba
quién podría alimentar mejor aquel deseo; quién podría ser el más hábil
narrador de su propia vida, o lo que es lo mismo, quién podría ser la persona
que reciba más “dádivas” por contar la historia, ya sea verdadera o apócrifa,
más miserable que jamás se haya escuchado en el transporte público.
Ese día, según recuerdo, eran como las dos
de la tarde, y para no darle más largas al asunto, como dicen por ahí: ¡hacía
un calor de los mil demonios! El autobús parecía un horno rodante, pero bueno,
el caso es que ese día iba yo de pie, casi al fondo del camión, cuando vi subir
a una mujer anciana que se apoyaba temblorosa sobre su bastón, y levantaba con
dificultad una bolsa de mandado no muy
grande; se acomodó en uno de los asientos de en medio y así viajó algún rato. Luego,
sin necesidad de ponerse al frente de todos los pasajeros para captar su
atención, se levantó, y a los que le rodeaban comenzó a platicarles de cómo
había quedado viuda, de cómo su casa se había quemado, y de cómo venía a
Querétaro cada mes a recoger una despensita que el gobierno le da. Entonces los
pasajeros comenzaron a hurgar sus bolsillos, incluso los que estaban adelante
voltearon mientras la anciana contaba su historia, y apenas hubo terminado, se
levantaron para darle unas monedas y dejarle seguir su camino.
Después todo volvió a ser igual, todo
volvió a ser ruido difuso de voces y motores, semáforos en rojo y miradas de indiferencia;
lo cual fue bueno porque así pude pensar en aquella idea de la que he escrito
en el primer párrafo de esta columna. Recordé entonces al sujeto que le falta
una mano, se la cortó en La bestia por tratar de alcanzar el sueño americano, no
tiene hogar, ni comida, pero pide ayuda en los autobuses porque aún no se ha
rendido. Hay también un señor que padece una enfermedad crónica, necesita usar
una especie de parches muy caros para que no le den ataques, y aunque pareciera
que está a punto de darle uno, jamás me ha tocado verlo convulsionar, y no
quiero imaginarlo tampoco.
Pero no son éstos los únicos que venden su
historia, está el tipo que recién salió de prisión y ahora busca juntar dinero
para regresar a Guadalajara, su ciudad de origen, y así poder trabajar como una
persona totalmente reinsertada a la sociedad; como no tiene documentos en
Querétaro, prefiere pedir que robar. No puede faltar la señora que aunque
trabaja, no le alcanza para cubrir los gastos, pues tiene a su hija enferma y
conectada a un aparato; tampoco los sordomudos, que no necesitan más que un papelito,
para contar de su desgracia a los conmovidos pasajeros.
Juzgue el lector quién merece más
centavos, quién puede vender más miseria en los autobuses.
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