lunes, 22 de febrero de 2016

Diario de viajes ficticios

Tengo una teoría con respecto al momento oportuno en el que, tentativamente, debe escucharse una pieza musical. Hay canciones que, en definitiva, fueron creadas para escucharse por la tranquilidad de la noche, tal vez debido a su carácter melancólico, unas que funcionan mejor con los rayos naranjas del sol del atardecer (como, por ejemplo, Ceremony de New Order), otras que por su ritmo alegre se podrían clasificar como canciones para un día soleado, entre demás categorías. Cuando se escucha una canción en el supuesto instante indicado, debería invadirnos una especie de sólido bienestar, una certeza de que todo se encuentra en su lugar correcto. En mi último viaje pude comprobar esta teoría.
     Como no tenía un plan fijo para el fin de semana, decidí, junto con una amiga, simplemente tomar el carro y andar por la carretera hacia donde nos fuera llevando el viento, sin rumbo en específico; y no hay que subestimar esta práctica, siempre resulta interesante salir a la aventura con una mente abierta, a ver qué hay por vivir. En ese tipo de viajes, a veces funciona de esta manera: poner cualquier estación del radio que ponga canciones pegajosas y cantables a todo volumen con las ventanillas abajo o, una mejor opción, reproducir todas aquéllas que, por alguna razón, se habían quedado olvidadas y recordar viejos tiempos. 
     Ya llevábamos unas cuantas horas en carretera cuando empezó Gravity Grave de The Verve, una de ésas que no recordaba que existían pero que pronto saben cobrar todo el sentido del mundo mientras suenan. Había llegado el momento del día en que sol se encontraba en su punto más álgido y empezaba a saborearse en el ambiente un calor casi sofocante. Ambas discutimos sobre esta teoría -ella mientras tomaba el volante con una sola mano y con la otra hacía estos ademanes que realmente no dicen nada pero que toda persona que conduce siempre juzga indispensables para el correcto entendimiento de sus palabras- y acordamos que sin duda esta canción debía escucharse bajo un sol desbordante, abrumador, cayendo de lleno sobre cualquier superficie. 
      Aparcamos el auto cerca de una gasolinera y varios locales y bajamos a estirar un poco las piernas caminando a lo largo de éstos. Teníamos hambre así que seguimos el rastro de un olor a aceite hirviendo –de esos que casi provocan dolor de panza por indigestión antes incluso de haber comido- que se percibía por ahí y llegamos a un restaurante donde vendían hamburguesas. Pedimos cualquier cosa y después de un rato volvimos a la carretera. Paramos por segunda vez en el borde de un bosque no muy espeso, en el cual tuvimos tiempo de explorar la maleza y de sentarnos en la alfombra de hojas caídas a fumar sólo hasta que empezó a oscurecer.    
    Anduvimos de vuelta al carro, con la posibilidad abierta de quedarnos en algún hotel que encontráramos en el camino y emprender el regreso a casa al día siguiente. Mientras tanto, yo tarareaba vagamente My life is a boat, being blown by you, with nothing ahead, just the deepest blue en lo que observaba el sol esconderse en la lejanía de las montañas, por el espejo lateral.

Ana Estrada Martínez

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