III
Como se
pierde el sentido al cerrar los ojos y extraviarse en el mundo de los sueños, dejándose
llevar por la nitidez imaginaria de las alucinaciones de nuestra mente, de
igual manera yo me sentía así al recorrer aquel terreno funesto coloreado de
tres colores: el marón de la tierra, el blanco y el negro de la piel de las
vacas. Me seguía cuestionando qué demonios hacía ahí y qué era lo que
exactamente podía hacer por los pobres bovinos y por don Octavio. Y como era de
esperarse, ninguna respuesta llegaba a mi cerebro para contestar estas
preguntas.
“Retirémonos
de aquí. En la mañana regresamos.” Al decir esto, don Octavio bajó la mirada y
no dijo palabra alguna de regreso a la Higuera. Después de recorrer el Cerro
del Quemado, don Octavio se aparto de don Urbano y de mi, pues pareciese que
era el fin de su vida; al menos, en el ámbito económico, que era prácticamente el
fin de sus días, ya que sin tener dinero para dar de comer al hogar (y más en
aquel pueblito) podías pensar que la vida no duraría demasiado.
Don
Urbano, en cambio, me platicó que aquel suceso era sumamente extraño. “Primero
el mentado puño ese y luego muertitas todas las reses, esto no se cree. Pasan
cosas raras, palabra, pero dos a la vez, nunca.” Le pregunté que si sucedían
cosas de esta magnitud constantemente. “No son de todos los días pero cuando
pasa o es algo grato o algo espantoso.” Al decir esto, recordé las anécdotas de
Anastasio.
Llegamos
al punto donde, momentos antes, me reuní con don Urbano. Nos despedimos de él, comprometiéndose
a visitar en la mañana a don Octavio para regresar al terreno de las vaquitas.
En el trayecto a la casa de Eloísa le sugerí que pidiera ayuda a alguna persona
de billete del pueblo o al presidente municipal, pero la verdad, y ahora me doy
cuenta, era que mis palabras eran lo bastante ilusas y estúpidas para la
magnitud de aquel problema y la inocencia en confiar en alguien como un
gobernante.
“Tal
vez allá de donde viene usted se ayude a los problemas sociales pero acá, en la
Higuera, no existe eso y nunca existirá. Parecen zopilotes esos hijos de su
madre. Aparecen solamente en fechas de votaciones. ¡Qué desgraciados! Si tan sólo
supiera lo que le paso al niño Juventino. Pero, usted viene de muy lejos. Una
cosa le voy a pedir, y disculpe si lo llego a ofender con mis palabras, pero
mejor guárdese esas recomendaciones que en nada ayudan, ¿sí?” No respondí nada
puesto que la verdad se reflejaba en sus palabras. Al llegar a la puerta le
prometí a don Octavio que lo acompañaría al terreno funesto. Eloísa me recibió con
mucho agrado. Me sirvió una taza de café y nos sentamos en unas sillas de madera.
La sorpresa de lo acaecido y el buen café de olla me despejaron el sueño.
Le
pregunté lo que le había sucedido al niño Juventino. Gran sorpresa e incesante rabia
me causó al escuchar la historia de aquel joven.
J.A.N.H.
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