lunes, 8 de febrero de 2016

Infierno grande


III

Como se pierde el sentido al cerrar los ojos y extraviarse en el mundo de los sueños, dejándose llevar por la nitidez imaginaria de las alucinaciones de nuestra mente, de igual manera yo me sentía así al recorrer aquel terreno funesto coloreado de tres colores: el marón de la tierra, el blanco y el negro de la piel de las vacas. Me seguía cuestionando qué demonios hacía ahí y qué era lo que exactamente podía hacer por los pobres bovinos y por don Octavio. Y como era de esperarse, ninguna respuesta llegaba a mi cerebro para contestar estas preguntas.

Retirémonos de aquí. En la mañana regresamos.” Al decir esto, don Octavio bajó la mirada y no dijo palabra alguna de regreso a la Higuera. Después de recorrer el Cerro del Quemado, don Octavio se aparto de don Urbano y de mi, pues pareciese que era el fin de su vida; al menos, en el ámbito económico, que era prácticamente el fin de sus días, ya que sin tener dinero para dar de comer al hogar (y más en aquel pueblito) podías pensar que la vida no duraría demasiado.

Don Urbano, en cambio, me platicó que aquel suceso era sumamente extraño. “Primero el mentado puño ese y luego muertitas todas las reses, esto no se cree. Pasan cosas raras, palabra, pero dos a la vez, nunca.” Le pregunté que si sucedían cosas de esta magnitud constantemente. “No son de todos los días pero cuando pasa o es algo grato o algo espantoso.” Al decir esto, recordé las anécdotas de Anastasio.

Llegamos al punto donde, momentos antes, me reuní con don Urbano. Nos despedimos de él, comprometiéndose a visitar en la mañana a don Octavio para regresar al terreno de las vaquitas. En el trayecto a la casa de Eloísa le sugerí que pidiera ayuda a alguna persona de billete del pueblo o al presidente municipal, pero la verdad, y ahora me doy cuenta, era que mis palabras eran lo bastante ilusas y estúpidas para la magnitud de aquel problema y la inocencia en confiar en alguien como un gobernante.

Tal vez allá de donde viene usted se ayude a los problemas sociales pero acá, en la Higuera, no existe eso y nunca existirá. Parecen zopilotes esos hijos de su madre. Aparecen solamente en fechas de votaciones. ¡Qué desgraciados! Si tan sólo supiera lo que le paso al niño Juventino. Pero, usted viene de muy lejos. Una cosa le voy a pedir, y disculpe si lo llego a ofender con mis palabras, pero mejor guárdese esas recomendaciones que en nada ayudan, ¿sí?” No respondí nada puesto que la verdad se reflejaba en sus palabras. Al llegar a la puerta le prometí a don Octavio que lo acompañaría al terreno funesto. Eloísa me recibió con mucho agrado. Me sirvió una taza de café y nos sentamos en unas sillas de madera. La sorpresa de lo acaecido y el buen café de olla me despejaron el sueño.


Le pregunté lo que le había sucedido al niño Juventino. Gran sorpresa e incesante rabia me causó al escuchar la historia de aquel joven.


J.A.N.H.

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