Por Wendy Ortiz
Mi reloj marcaba las veintidós
horas, en la parada había ya muy poca gente y hacía unos quince minutos que
esperaba, tiritando de frío, que el último autobús pasara. Cuando por fin
llegó, me subí junto con un par de personas más, y me acomodé en uno de los
asientos del fondo. Otro día había terminado, y mientras miraba la luz de los
postes por la ventanilla, pensaba en la nota roja que había leído hace algunos
días: “encuentran mujer violada y desollada en camino de terracería”. El
escalofrío que me produjo aquella nota, esa mañana que se publicó, era el mismo
que me recorría el cuerpo cada vez que la evocaba.
Un hombre se subió en la
siguiente parada y se sentó al otro extremo de donde yo estaba; se veía muy
extraño, algo desesperado; estuve mirándolo de reojo por un rato hasta que me
sorprendió, entonces disimuladamente saqué mi teléfono e hice que leía algún
mensaje. Su aspecto era como el de cualquiera, pero su presencia me infundía
temor, y ponía a funcionar en mi cabeza un mecanismo paranoide que me hacía
mirar con recelo de un lado a otro.
Cuando me bajé del autobús, aquel
extraño sujeto se bajó tras de mí; así que me puse nerviosa y lo único que se
me ocurrió fue echarme a correr sin saber hacia dónde; cuando miré hacia atrás
no había nadie, pero las calles se habían tornado diferentes, parecían más
lúgubres y desoladas, no podía reconocer el lugar en donde estaba. Comencé a
desesperar porque todo era muy confuso, estaba segura de que había bajado en el
lugar correcto, y no entendía lo que estaba pasando.
Traté de tranquilizarme y me
detuve en una esquina animándome a pensar prudentemente, así que, en vez de
seguir metiéndome entre las calles, decidí regresar hacia la avenida en donde
había bajado unos minutos antes. Seguí caminado hasta que pude ver la
carretera, y estando a unos cuantos pasos de llegar, aquel hombre apareció ante
mí, amenazándome con un enorme cuchillo afilado; me quedé petrificada, quería gritar, pero lo único que conseguí fue abrir la boca para dejar escapar un débil sonido, que se ahogó con el que produjo la piedra que aquel hombre impactó contra mi cabeza.
– ¡Ouch!– exclamé, mientras sobaba mi sien y me reincorporaba en el asiento; miré alrededor y aún me encontraba dentro del autobús; al darme cuenta de que hacía ya una cuadra que debía bajarme, rápido me levanté y pedí al chofer que se detuviera. Ningún sujeto extraño estaba acechándome.
– ¡Ouch!– exclamé, mientras sobaba mi sien y me reincorporaba en el asiento; miré alrededor y aún me encontraba dentro del autobús; al darme cuenta de que hacía ya una cuadra que debía bajarme, rápido me levanté y pedí al chofer que se detuviera. Ningún sujeto extraño estaba acechándome.
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