La pecera del pequeño pez
En
la primera entrega de esta columna se hablaba de un monopolio supremo llamado
internet; esa magnánima herramienta que ha consumido la mayoría de los medios
informativos que se tenían a la mano mucho tiempo atrás. Misma herramienta que
ha facilitado la comunicación entre las personas debido a la mayor eficacia que
tiene en comparación a las cartas y, la distancia con las personas pareciera,
cada vez, una situación más metafórica que cualquier otra cosa.
La distancia se vuelve más una metáfora porque resulta
como si los más cercanos sufrieran de la distancia mental, gracias a un simple
aparato; mientras que personas que se encuentran al otro lado del mundo, son
distanciadas materialmente. La mayor parte de nuestro día se divide en una
comunicación inmaterial, en la que el aparato intercede por nosotros incitando
a una comunicación en la que el humano físico se pierde en algún sitio; todo
esto da como resultado una impersonalidad perceptible.
Dicha impersonalidad no se refiere a la dificultad que
producen, después de un tiempo, las conversaciones de frente. Sino, más bien, a
aquel trato distinto que se mantiene a través de una máquina, olvidando, en
ocasiones, que se está tratando con otro ser humano. Hace unos días, en alguna
conversación que tuve, hablábamos precisamente de ello y cómo, los mexicanos,
que tanto acostumbramos a saludar a donde quiera que se vaya, en un correo
electrónico es muy extraño hacerlo, así como despedirse de una conversación por
alguno de los medios que ahora llamaríamos convencionales. Cosa que, si se
tratara de un encuentro cara a cara, resultaría muy grosero. Entonces, ¿las
normas sociales dejan de aplicar en el trato electrónico?
Si esto es cierto, como consecuencia se tiene un grave
problema pues, si bien, el internet pretende una globalización en la comunicación,
también podría decirse que para la identificación humana se requieren
características que lo distingan de los otros, entre ellas, las características
del comportamiento social, adecuado para cada nación o grupo social. Las
diferencias a veces resultan incómodas en el trato cultural. Pero se debe tener
en cuenta que antes que todo, somos humanos y, por ende, adquirimos nuestro
comportamiento en base a lo social dentro de los distintos niveles y no
solamente en el nivel “supremo”.
Entonces,
si la impersonalidad no mata personas, bien podría matar al humano como lo
conocemos. Por otro lado, se encuentra la farsa inherente de una sociabilidad
aparentada por una popularidad falsa en la que se encuentra en nuestra realidad
alternativa, de la que hablaba en la columna pasada; o en otras palabras, un
fingimiento. Fingimiento causado por una popularidad que nos permite una
estabilidad egocéntrica que, en ocasiones, no existe más allá de la pantalla. Un
real y un real alternativo, en lugar de una misma realidad con diferentes
escenarios. Pero de dichas relaciones se hablará en la siguiente entrega de
esta columna.
Adriana Gasca L.
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