lunes, 1 de febrero de 2016

Infierno grande


II

Eloísa me despertó tocándome suavemente el hombro y susurrando mi nombre. Cuando desperté, noté en su bello rostro una palidez total. “Señor, dispense usted, pero me acaba de avisar don Octavio que fuera a ver lo que sucedía, allá por el Cerro del Quemado. Sólo eso díjome.” Pidiendo mil disculpas, Eloísa me dictaba que fuera con don Urbano para que él me guiara al punto donde sucedía aquel misterioso evento. “Yo no puedo ir, señor, puesto que siempre los hombres atienden esas labores.” Salí de la casa del conserje y fui directo al Este, rumbo a Tierra Firme. 

En la última casa del pueblito se encontraba don Urbano. Nos saludamos cortésmente y, sin mucho que decir, tomamos el camino para el Cerro del Quemado. Don Urbano era un hombre de unos sesenta años, de estatura pequeña; vestía una camisa y unos pantalones muy viejos. En la frente del señor se notaba unas pequeñas gotas de sudor. La noche era calurosa y la luna llena era la única luz; tan grande era ésta que no era necesaria lámpara alguna. El cielo estaba despejado en su totalidad y una lluvia de estrellas envolvía la cúpula de la tierra; tan notorios eran los astros que fácilmente podía dictar que constelación era ésta y cuál era aquella.

Al llegar a la falda del Cerro, don Urbano se detuvo y yo hice lo mismo. Me dijo: “mire el cerro, por favor.” Yo atendí sus palabras y fijé mis ojos al cerro que teníamos en frente. Notaba varios arbustos, algunos cactus y un millar de rocas del tamaños increíbles. Alcé la vista a la parte superior y noté la luna. Pero no pude dejar de ver que en el lado derecho del cerro aparecía el inicio de un pincelazo de color blanco. Solamente se observaba, desde aquel punto, el inicio de la pincelada y no todo el trazo completo. “¿Qué es eso?” Pregunté, estupefacto, admirando aquel principio del brochazo.

Don Urbano no respondió y empezó a caminar al lado derecho, cerro arriba. Después de quince minutos de subir el cerro, nos encontramos con don Octavio que estaba sentado en una roca, contemplando aquello. Era, sin duda, una pincelada. Al inicio de ésta se volvía más intenso hasta convertirse en una bola, como si fuese una estrella fugaz pero estática y creada por nubes. Me quedé helado por la belleza de aquel espectáculo. La luna y aquella extraña nube envolvían todo el cielo. Pareciese que todas las nubes del cielo se hubiesen conjuntado en ese brochazo.

Don Octavio me saludó y me dijo que desde hace como una hora “el puño de Dios” estaba así, sin cambio alguno. Le pregunté el por qué de aquel nombre. “Dios es el único que maneja todo en este mundo, y su forma es igual a un puño, ¿no lo ve, usted?” No quería discutir acerca de lo que me dijo pero sin duda esto era algo nuevo para mis ojos. “Pero, ¿yo para que soy requerido en todo eso?” Me tomó del hombro y dijo: “Para que vea todo el desastre que ha causado esto.” Caminamos diez minutos aproximadamente. Don Octavio me comentaba que a esa hora pastaba a sus vacas por aquel cerro y que después de ver el puño de nubes, se quedó mirandolo, contemplando su hermosura y perdiendo la noción del tiempo. Al salir de ese trance no encontraba ya ninguna vaca. Caminó mucho hasta que las encontró. “Dios mío, véalo usted mismo.”

En todo el campo todas las vacas se encontraban muertas.


J.A.N.H.

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